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El poder se está erosionando pero no está claro a quién puede beneficiar

The end of power

Juan Rodríguez Teruel

Se empiezan a acumular imágenes que resumen la paradoja contemporánea de los poderosos impotentes. Las cumbres de líderes mundiales de los países más ricos reunidos apresuradamente y que resultan incapaces de tomar decisiones efectivas para afrontar realidades muy adversas. El muy influyente cardenal Ratzinger que, una vez convertido en Benedicto XVI, se ve obligado a abdicar al constatar su incapacidad para controlar y reformar la cúspide de la Iglesia Católica. Banqueros (o aprendices de banquero) humillados ante la publicación de sus mensajes de correo electrónico tras haber visto quebrar sus adineradas entidades bancarias. Grandes empresas .com que acabaron siendo adquiridas a precio de saldo o arruinaron a los que pagaron un precio distinto. Estados Unidos atacado dentro de su territorio y, a pesar del despliegue de una la fuerza intensiva de todos sus ejércitos, obligado a abandonar Irak y Afganistán como si huyera de un avispero. O pensemos en casa: un partido que gobierna en casi todas las instancias de poder posibles, con un adversario más debilitado que nunca, lo que no resulta suficiente para evitar dar la sensación de que todo se escapa al control a su alrededor y de que España ha perdido soberanía en beneficio de terceros y en detrimento de sus ciudadanos. Y muchas otras, matizadamente.

No estoy seguro de que muchos lectores extraigan de ejemplos parecidos la idea general de un deterioro del poder o de los que ostentan el poder. Más bien, la percepción general es que existe una tendencia irrefrenable a la acumulación de poder en pocas manos. Esta última es una versión coloquial y quizá excesivamente simplificada de la teoría elitista clásica, para la cual toda estructura política (y social) acaba segregando una minoría que gobierna y detenta el poder. Dos ejemplos de cómo se aplica esta visión a nuestros días. Janine R. Wedel, en su Shadow Elite (Basic Books, 2009), trata de mostrar el ascenso de una elite de economistas, financieros y empresarios que resultan cada vez más influyentes sobre las decisiones de los gobiernos. Chrystia Freeland, en Plutocrats. The rise of the new global super-rich and the fall of everyone else, describe el entorno de superabundancia en el que emerge una nueva elite social transnacional, totalmente desconectada de las preocupaciones y dificultades de las clases medias. Son dos visiones de cómo el poder económico, político o social se concentra en pocas manos, con consecuencias drásticas para el resto de la población.

En su obra de título no del todo ajustado al cotenido (El fin del poder, Debate, 2013), Moisés Naím plantea una interpretación original y opuesta (aunque eso no significa necesariamente contradictoria) al subrayar un hecho igualmente significativo: por doquier, proliferan muestras de que los titulares del poder político, económico y social del pasado siglo tienen menos capacidad para ejercer la autoridad e incluso para conservarla: “En el siglo XXI el poder es más fácil de adquirir, más difícil de utilizar y más fácil de perder”. La razón de esta pérdida de fuerza por parte del poder se origina entres revoluciones contemporáneas: la del ‘más’, la de la movilidad y la de las mentalidades. Hoy ‘hay más’ de todo (más abundancia y más calidad en general en muchos aspectos de la vida social); existe una capacidad sin precedentes para la movilidad y desplazamiento, físico o virtual, de personas, bienes e ideas; y, por último, se ha transformado la mentalidad de las generaciones más jóvenes, alterando las expectativas del pasado, consolidando ciertas ideas, criterios y valores distintos al pasado. Todo ello están provocando que el ejercicio del poder político, cultural, económico… sea más costoso. Y además, está erosionando las ‘barreras’ que protegían antaño a los detentores del poder.

Para justificar esa interpretación, que el autor extiende a todos los ámbitos de la vida social, se ofrecen numerosos ejemplos de cómo está operando esta transformación del poder en la escena de los partidos y gobiernos, de la geoestrategia, de la economía, de la religión, del activismo social, de los medios de comunicación e, incluso, de la filantropía.

La importancia de la tesis de Naím no sólo radica en cómo explica el deterioro del poder, sino también en sus consecuencias, entre las que el autor señala cinco riesgos principales: el incremento de la inestabilidad y el desorden; la pérdida del talento y el conocimiento organizado, en beneficio del populismo fomentado por los ‘terribles simplificadores’, que alcanzan el poder mediante la explotación de la ira y la frustración de la población; la banalización de los movimientos sociales y el activismo ‘de sillón’ y ‘pulsar el botón’, desprovisto de riesgo pero también de verdadera eficacia transformadora; el aumento de la impaciencia entre el público, generada por la atención a lo inmediato en detrimento los planes a largo plazo; y, por último, la alienación y la ruptura de los lazos sociales entre el individuo y la sociedad. Ante estos riesgos, y asumiendo que la transformación del poder es ineluctable, Naím propone la necesidad de que los partidos políticos y los movimientos sociales se adapten a las nuevas condiciones haciéndose más permeables a la innovaciones políticas que se avecinan.

Aunque pueda parecer lo contrario, Naím no es un marxista. Utilizando su experiencia como académico en Harvard, ministro en Venezuela a finales de los 80s y alto cargo del Banco Mundial, adopta una visión pluralista del poder, en la que este se ejerce mediante decisiones que unos toman y otros obedecen, por voluntad propia o por la fuerza. Por supuesto, se le puede criticar optar por esta definición unidimensional del poder, dejando de lado otras perspectivas, para las que el poder se encuentra no sólo en la capacidad de tomar decisiones, sino también de controlar la agenda política, el debate sobre lo que se decide o la conciencia de otros actores para evitar que una situación se vea como problemática.

La interpretación de Moisés Naím nos interpela en dos sentidos. Por un lado, la erosión del poder acarrea necesariamente una mayor responsabilidad por parte de los ciudadanos, que pueden ver crecidas sus posibilidades de influencia sobre gobiernos y corporaciones, evitando la opresión por mucho tiempo. Pero también abre la puerta a que nuevos actores a la sombra, siguiendo la idea de Wedel, se aprovechen de una participación política modesta, indecisa, desarticulada o rutilante por parte de los ciudadanos, para imponer ilegítimamente decisiones políticas que pueden presentarse como soluciones inevitables (porque ‘no hay alternativa’).

Por otro lado, como el propio Naím se encarga de señalar en la conversación con Ángel Pascual Ramsay, cabe no olvidar que esta transformación del poder se está produciendo a escala mundial. Y esto significa que buena parte de la historia está transcurriendo fuera de la escena europea. Como Freeland recalca en Plutocrats, la nueva plutocracia mundial proviene de economías emergentes, que pasarán por Londres, Moscú o Nueva York, pero cuyos focos de atención se encuentran mucho más alejados y dispersos. Una visión excesivamente localista e idiosincrática de nuestra realidad, muy común en España y autonomías, puede distraer nuestra atención sobre cómo y adónde está cambiando el mundo.

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