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Día 21 en estado de alarma: viaje al supermercado, del alcohol de manos al alcohol de beber

El señor Luis, tapado hasta las cejas, se dispone a salir en busca de alimentos.

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Como ya comenté hace unos días en esta misma ventana, me encanta ir a hacer la compra, mejor dicho, me encantaba. Algo que para mí era divertido, como echar una mañana entre el mercado, la panadería y la frutería, se ha convertido en un auténtico coñazo. Antes de salir de casa me coloco mis guantes de plástico azules, mi impermeable hermético, mi gorra del comisario Villarejo, que dice mi vecina que el virus se te agarra mucho al pelo, y la  imprescindible mascarilla. Al minuto de comenzar a andar, las gafas se me empañan y me siento como Dustin Hoffman saliendo  de la piscina en la famosa escena de El Graduado, máscara  de buzo, tubo y aletas.  

Así pertrechado, desconfiando de cuántos me cruzo en mi camino, me dirijo al súper. Ya no voy al de siempre, he optado por uno de barrio más modesto donde no hay casi nadie, tampoco hay casi de nada. El impermeable no transpira y, como lo llevo cerrado hasta el cuello, comienzo a sudar rápidamente. Con las gafas empañadas, mi miopía y mi vista ya, más que cansada, agotada, no veo prácticamente nada de lo que quiero comprar. Todo queda envuelto  en un vaho, que recuerda a aquella niebla espesa que envolvía a Jack el Destripador en sus correrías por  el Londres del 1888.Voy llenando el carro procurando tocar lo mínimo. El pelo me pica debajo de la gorra,  la madre que la parió qué buena es la lana escocesa. Finalmente, me paro delante del carnicero para comprar unas chuletas de cerdo y, cuando trato de articular palabra, lo que me sale es decirle “Yo soy tu padre”, con la voz cavernosa que sale de debajo de la mascarilla. Menos mal que me conoce y, con cierta  guasa, me contesta:  “Ya estabas tardando, en un momento saco la espada láser y te corto los filetes”. (La ventana de Luis)

Darth Vader va a la compra

Lo de ir a la compra se ha convertido en un espectáculo. A ver, al principio acojonaba: ¡No había papel higiénico! ¿Ahora que hacemos en plena pandemia con el trasero sucio? Lástima que vivamos en un país en el que no haya bidés. Sin papel higiénico y con la gente tirándose en plancha a por la carne, los primeros días parecía Guerra Mundial Z

Luego llegó la calma chicha. Entrabas en el Lidl y un agente de seguridad te daba una retahíla de indicaciones: “Gel, guantes, mantenga-la-distancia-de-seguridad-de-metro-y-medio”. Un escenario de ciencia ficción silencioso, blanquecino y solitario, mientras comprabas tu pan integral y la cortadora automática lo rebanaba con un terrorífico ruido metálico en el que no habías reparado hasta ahora. Habíamos entrado en la fase Gattaca.

Y, ya por fin, esta semana se nos hizo el cuerpo a la pandemia. Y, como no queda otra, nos tomamos con humor lo de esperar fuera del Mercadona y en fila india, como si fuéramos fichas de dominó. 

Y ahí, con la calma, ya empiezas a reparar en los detalles. La tragedia da paso al humor y ves la cotidiana, extrema y divina comedia humana. Los que se creen que van a luchar contra los jedis y van con una mascarilla digna de Darth Vader o los narcos de Breaking Bad. Y, en el otro extremo, los compañeros de piso que van de tres en tres a hacer la compra y que, como los narcos Breaking Bad… también pueden terminar en el trullo. (La ventana de Alejandro)

Del alcohol de manos al alcohol de beber

Del alcohol de manos al alcohol de beber

La cesta de la compra ha evolucionado como el estado de ánimo de la ciudadanía. Y si los primeros días de esta crisis del coronavirus se arrasaba con el alcohol para manos, por el miedo inmediato a contagiarse, con el paso del tiempo lo ha desbancado el alcohol para beber, por el terror al tedio del confinamiento. Lo veo en los negocios del barrio, y lo corrobora la Asociación Española de Distribuidores, Autoservicios y Supermercados, que constata un incremento notable de la demanda de cerveza y vino, junto con patatas fritas y aceitunas.

Vamos, que hemos trasladado la paradita en el bar a casa. Mientras espero en la cola del supermercado de la plaza de Montesión, uno parece haberme leído el pensamiento y se asoma a la ventana cerveza en mano y máscara antigás de guerra mundial en la cara. Complicado beber de esa guisa. Pero él no bebe, posa, y el público ríe. Mejor un poco de humor antes de comprar, porque se ha convertido en una rutina entre liberadora por el rato fuera y amarga por el sentimiento de culpa.

Fumigación previa, miradas censoras y la imposición de guantes que acompañan cualquier visita a un supermercado, donde de nuevo falta, y ya van tres semanas, la masa para hacer pizza, fruto quizá de que todos hemos pensado en entretener a los niños encargándoles la cena. (La ventana de Olga)

Las cajeras han cambiado

Últimamente voy a la compra como quien se dispone a hacer un viaje intergaláctico. Me despido de mi familia, prometo que volveré y me equipo con mi particular NBQ: gorra, guantes de nitrilo y mascarilla casera de papel de horno. Creo que con eso están salvados todos los riesgos menos la asfixia. Si me acuerdo, en el súper me pongo otro par de guantes de la fruta y me echo otro par al bolsillo, por lo que pueda pasar.

Podría decir que he vuelto a los 20 años porque salgo cada sábado. No he faltado ni uno. Nos falta distancia para ver cómo la cuarentena nos transforma, pero nos lo dirán nuestros padres cuando volvamos a verlos: “Has crecido, tienes más papada”. De las cajeras del súper, como las veo cada semana, sí puedo decir que han cambiado o que el patrón ha cambiado la política de prevención de riesgos. Hace tres semanas no las protegían con nada. Hace dos, unas llevaban mascarillas y otras no. La semana pasada instalaron mamparas. Hoy llevaban hasta visera y una de ellas me ha gruñido cuando he intentado recolocar una bolsa de naranjas. He pedido disculpas, obviamente.

Uno va a hacer la compra con una concentración extrema. La gente mira al suelo o al caldo de pollo, no sea que el otro te contagie la peste con la mirada o te distraiga de la tarea. Es como un examen, y para tomártelo en serio puedes pensar que te va la vida. Como sólo salgo los sábados, vuelvo a casa cargado como un mulo: arrastrando el carro y con dos alforjas en cada brazo. A ver si pronto también nos dejan salir los viernes. (La ventana de Néstor)

No sabemos qué comprar

Hemos llegado a punto en que no sabemos qué comprar exactamente. ¿Más leche o menos? ¿Carne ya preparada o cruda para meterla en el congelador? Hace tres semanas, algunos vecinos decían que había que comprar para un mes, y que en su casa tenían ya de todo. Pero, ¿de qué tamaño son vuestros congeladores? En mi casa, la nevera es normal, de esas que cuando metes tres yogures y dos litronas, hay que meter el bote de mayonesa de lado, aunque en las instrucciones dicen que se guarde hacia abajo.

Hoy he vuelto a ver colas de gente en la puerta del súper, y siempre a las horas punta de siempre. A las 11 de la mañana no se cabe en la tienda, y después de comer estás solo en los pasillos. Somos seres básicos, de esos que si nos cambian la rutina no sabemos por dónde coger para volver a la normalidad. El coronavirus nos ha cambiado el paso, pero seguimos andando torcidos. (La ventana de Fermín)

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