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Abandonar el diálogo

Cosidó, portavoz del PP en el Senado

Lucrecia Hevia

En 1941, Rudolf Hess llegaba a Gran Bretaña en viaje secreto con la misión de entablar conversaciones para un tratado de paz. Su presencia allí ha sido objeto de controversia y se decía que era más una iniciativa personal que un envío de Hitler. Y, sin embargo, el libro del historiador británico Peter Padfield deja ver que la misión parecía estar organizada en connivencia con el Gobierno nazi.

Pero lo importante del caso hoy es que, en 1941, en medio de una guerra sangrienta, se  intentaban abrir puentes (secretos, eso sí) de diálogo. Con un ejemplo semejante, sorprende la rotunda frase de Ignacio Cosidó, portavoz del PP en el Senado, durante la comparecencia del presidente sobre los pasos dados con Catalunya por el Gobierno de Sánchez. “Abandone el diálogo”.

Recuerda a cuando algunos partidos argumentaban que no se dialogaba con terroristas. Y al final, acabaron dialogando, desde Aznar hasta Zapatero. Y de hecho, sin las conversaciones de paz no se habría llegado al fin de ETA y al punto en el que estamos hoy.

Abandonar el diálogo supone no querer conocer todas las partes de una historia. También de nuestra Historia. Es empecinarse en que conocer es “reabrir heridas”. En que reparar es “alimentar el odio”. Porque el diálogo abre puertas y ventanas y pone todo sobre la mesa. Y algunos capítulos pendientes, más de uno preferiría no leerlos.

Renunciar al diálogo es renunciar al debate, al intercambio de ideas, a la discrepancia. Es renunciar a convencer en vez de imponer. Es ponerse orejeras. “¿Qué hace un fanático cuando se encuentra con alguien que cuestiona sus opiniones? (…) Se mantiene inflexible, ni siquiera intenta escuchar, se limita a atacar” (Ven y pon un centinela, Harper Lee). Porque el diálogo es difícil como la democracia. Y renunciar a lo primero significa abandonar lo segundo.

Renunciar al diálogo es allanar el camino al abandono paulatino de los principios democráticos. Es abrir una brecha por la que hábilmente se colará el autoritarismo.  Porque, si no hay diálogo, ¿qué hay?  Si no nos queda la palabra, como escribía Blas de Otero, ¿qué nos queda?

El diálogo no implica plegarse, ni claudicar y tampoco compartir la postura de la persona de enfrente. El diálogo trae consigo la intención de escuchar, de buscar soluciones alternativas, de aplicar la imaginación. Implica no renunciar a la esperanza, a la posibilidad de solucionar los problemas con otras herramientas. Implica hacer un esfuerzo doloroso.

Por eso en Catalunya, también, hay que agotar la vía del diálogo. No es buenismo. Es evitar males mayores. Es intentar no agrandar un problema. Por eso hay que mantener abierta la vía de la palabra. Una vía que, con poco éxito y poco empeño, abrió en algún momento hasta Mariano Rajoy con su “operación diálogo”.

Y por eso me parece radical y peligroso que la oposición solicite con esa ligereza a un Gobierno que “abandone el diálogo”. ¿Es esta una reclamación lícita en democracia?

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