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Aquarius: los pobres son de Zeus

Salvini exige a Europa que haga algo con la inmigración "o calle para siempre"

Juan José Téllez

El buque se llama Aquarius pero buena parte de sus pasajeros estaban deshidratados. No es esta, empero, la mayor paradoja que rodea al salvamento de más de 629 personas a bordo del buque fletado por las ONGs SOS Mediterranée y Médicos Sin Fronteras, bajo pabellón de Gibraltar.

A su vez, el gesto excepcional de solidaridad que ha llevado a efecto el Gobierno de España nos sume en una cierta perplejidad: ¿cómo hay gobiernos europeos que se niegan a obedecer la legislación internacional en materia de naufragios y cómo puede revestirse de simple generosidad la actuación del presidente Pedro Sánchez? Tras conocerse que La Moncloa abría el puerto de Valencia a estos supervivientes, el grito de Victoria, proferido por Matteo Salvini, ministro del Interior italiano y líder de la Liga ultraderechista, recordaba a cualquier Barbanegra, John Silver, El Largo o cualquier otro pirata literario o cinematográfico, animando a su tripulación a lanzar a los náufragos a los tiburones.

¿Dónde estaban los atildados caballeros y elegantes damas de la Unión Europea que han firmado la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y de la Niña a la hora de amparar a los 129 menores que van a bordo? De los que sufren quemaduras, ni hablamos.

Otra curiosidad histórica: el actual presidente del Gobierno cuenta como asesor con Iván Redondo, todo un jarrillo de lata que ya en su día aupó a Xavier García Albiol a la alcaldía de Badalona con un discurso xenófobo en las antípodas de los planteamientos de Pedro Sánchez, cuando el líder catalán del PP hablaba de limpiar Badalona de gitanos, se oponía a las mezquitas o, en materia de trabajo y derechos sociales, preconizaba el primero España que luego copiaría presumiblemente Donald Trump con su first America.

La ley del mar

Antes de que La Moncloa realizara el acto de justicia de acoger a los viajeros del “Aquarius”, excepcional según dicen quizá para no granjearse la ferocidad habitual de Rafael Hernando, la ley del mar, desde antiguo, sabía qué hacer con los náufragos, protegidos por las normas del Derecho Internacional Humanitario. Es más, desde la firma de un protocolo adicional a los Convenios de Ginebra de 1949 relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados internacionales, se entiende por náufragos “las personas, sean militares o civiles, que se encuentren en situación de peligro en el mar o en otras aguas a consecuencia de un infortunio que las afecte o que afecte a la nave o aeronave que las transportaba, y que se abstengan de todo acto de hostilidad. Estas personas, siempre que sigan absteniéndose de todo acto de hostilidad, continuarán considerándose náufragos durante su salvamento, hasta que adquieran otro estatuto de conformidad con los Convenios o con el presente Protocolo”.

Más allá de los convenios específicos que agrupan a los diferentes derechos del mar, ¿qué argucia han utilizado los gobiernos de Italia y de Malta para incumplir los convenios de Ginebra que siguieron a la Segunda Guerra Mundial? ¿Qué excusa para justificar que la Unión Europea mire hacia otro lado mientras la comisión o a veces el Parlamento se desgañitan reclamando una alternativa común para los inmigrantes que no pueden inmigrar y los refugiados a los que se les niega el refugio? ¿Que no hay conflicto armado? ¿Cómo llamarle a lo que sigue ocurriendo en Libia, un estado más que fallido donde asistimos a subastas de esclavos? ¿O en Siria, de donde proviene buena parte de la marea humana que intenta llegar la Unión Europa? ¿O de media África asolada por el Isis, las diferentes franquicias de Al Qaeda o, en algún caso, de los tiranuelos de siempre?

Los otros náufragos

No es la primera vez que nos encontramos con una situación parecida a la del “Aquarius”. Recordemos cuando el remolcador español Montfalcó recogió a 26 pasajeros de Costa de Marfil que viajaban en una embarcación a punto de irse a pique a 100 millas al sur de Malta y otras tantas al norte de Libia. Ya entonces los expertos en derecho marítimo insistieron en que se trataba de un error considerar a los náufragos como inmigrantes porque equivalía a convertir a la inmigración en un ghetto en donde no debían aplicarse los acuerdos internacionales. Por no hablar del caso del buque pesquero Francisco y Catalina, de Santa Pola, que en julio de 2006 tuvo que aupar a bordo a 51 personas que también corrían el riesgo de ahogarse en alta mar y a las que el Gobierno de Malta se negaba en principio a desembarcar en la isla, aunque finalmente accediera a ello tras las presiones internacionales y de la diplomacia española.

En el primero de esos casos, gobernaba Rajoy. En el segundo, Rodríguez Zapatero. También fueron gestos excepcionales pero no sirvieron de nada para que la Unión Europea modificara su postura y obligara a los gobiernos de los países ribereños del Mediterráneo a cumplir con sus obligaciones, ni tampoco valieron para que el resto de las naciones comunitarias pensaran en Europa como una lancha de salvamento para el largo naufragio que vivimos desde antiguo en la orilla sur del Mediterráneo.

Más allá del “Aquarius”, Andalucía lleva diez días sin apenas techo para albergar a esos otros náufragos, los que acceden en embarcaciones de todo tipo a sus costas. Saturados los infames CIEs, que tan aceptables le resultaban como juez al hoy ministro Grande Marlaska, las ONGs no dan abasto a la hora de asilar aunque sea por unas horas a los indocumentados que atestan los calabozos de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado que los han ido liberando a manojitos. También son náufragos, pero de un sistema, el del capitalismo salvaje y el de una globalización entendida a la medida de los mercados. Antonio Zoido nos recordaba hace años como llamaba Homero a un Ulises recién llegado a tierra después de sobrevivir al mar: “Éste es un infeliz que viene perdido y es necesario socorrerle, pues todos los extranjeros y pobres son de Zeus”. Hoy, el derecho internacional protegería al rey de Ítaca. O debería hacerlo.

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