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Titiriteros, campesinos y bufones

Murcia valida un decreto ley que limita los cultivos y suspende las construcciones

Juan José Téllez

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Soy un titiritero, nieto de agricultores, de los que vareaban aceitunas con nueve años o cuidaban de un huerto a orillas de cualquier río del olvido. Quiero decir, que no eran campesinos de título y prosapia, de apellidos extraños y residencia en la Corte. Que era gente de grama, aprisco y labrantío, de manos como raíces enterradas en un cerro de la sierra de Libar. Jimera se llama el pueblo de mi familia. Cualquier nombre sirve para el rústico que llevo en la sangre, pero para alguien que escribe impone provenir de un sitio llamado Quimera.

Los mamarrachos de Vox pretenden enfrentar a los titiriteros con el sector agropecuario, mediante un tuit malandro en la cuenta del partido de Santiago Abascal, que por cierto y sin acritud, tiene más porte de señorito que de los santos inocentes jornaleros: “A lo mejor ahora los españoles se dan cuenta de que España puede vivir sin sus titiriteros pero no sin sus agricultores y ganaderos. Hoy, como siempre, gracias a todos los españoles del campo por vuestro trabajo”. Y sobre el mensaje de este partido político de extrema derecha, rostros de algunos de sus odiados favoritos, como Javier Bardem o Pedro Almodóvar.

¿Serán maoístas Ortega Smith y Rocío Monasterio? La revolución cultural china prohibió el teatro y obligó a miles de jóvenes a trabajar en el campo. Los disparates de Vox serían simplemente jocundos si no mediara ese atisbo de delito de odio que hace unos días denunciara el actor y director Paco León. Como a esta policía montada de la nostalgia le gusta el anacronismo, su mensaje vendría a ser de la misma catadura como si tuviéramos que elegir entre el titiritero Lope de Vega y el agrónomo Columela. O, en el fondo de armario de su discurso, entre Margarita Xirgú y la Duquesa de Alba.

¿España puede vivir sin el 2,4 por ciento del Producto Interior Bruto, que es lo que genera la industria cultural en su conjunto, frente al 2,7 del PIB que genera el sector primario, que engloba a la agricultura, la ganadería, la pesca y la silvicultura? Son cifras oficiales de 2017, del último año con que contamos con registros completos de esta índole. Pero el porcentaje se mantiene en el tiempo. Claro que, por otra parte, las estimaciones de la Cuenta Satélite de la Cultura en España indican que, en 2017, ese mismo año, la aportación del sector cultural al PIB español se situó en el 3,2 %, si se considera el conjunto de actividades económicas vinculadas con la propiedad intelectual. Se dirá, con razón, que si a los datos del campo se le unen los de la industria agroalimentaria, la distribución y otros intermediarios, su aportación al conjunto de la producción española podría situarse en el 10 por ciento. Pero si multiplicamos el impacto de las actividades creativas, patrimoniales o museísticas en el turismo cultural, apaga y vámonos: el 37,2% de los turistas internacionales que visitó España en 2018 llevó a cabo actividades relacionadas con la industria de la cultura.

Que habrá que ver si siguen viniendo turistas. Que habrá que ver cómo quedan las redes de distribución del sector primario después de este crack vírico. Pero, hoy por hoy, tanto montan, monta tanto, los músicos que andan dando conciertos por las redes sociales y a los que se les ha robado la primavera de numerosos bolos, como los últimos arrieros, los tractoristas y los pescadores que salen a faenar sin saber a cuánto van a poder malvender sus capturas en lonja.

Que es un disparate enfrentar a unos con otros, algo tan esquizofrénico como si los poetas José Antonio Muñoz Rojas o Miguel Hernández pudieran disociar sus veleidades campesinas de las literarias. O si Violeta Parra y Víctor Jara hubieran debido elegir entre el arado y las semicorcheas. Como si tuviéramos que romper por la mitad el Angelus de Millet o los girasoles de Van Gogh. Como si se les obligara a elegir entre el campo y la ciudad a las protagonistas de “Solas”, de Benito Zambrano.

Los datos, a menudo, están en contra de los discursos. Pertenecen al ámbito de la razón y la demagogia apela a las emociones ramplonas y a los prejuicios de serie. En el año 2016, en España había un total de 760.000 trabajadores pertenecientes a actividades de agricultura, silvicultura y pesca, un empleo que cae como en toda Europa y sitúa al sector primario en el 4 por ciento del empleo estatal. En 2018, según el Ministerio de Cultura y Deporte, el volumen de empleo cultural ascendió a 690.300 personas, un 3,6 % del empleo total en España en la media del periodo anual. Otro clarísimo empate técnico.

Frente a las voces críticas con el Plan de Empleo Rural –o como ahora se llame en Andalucía y Extremadura--, fuimos muchos quienes aplaudimos al menos ese subsidio de los jornales mínimos para que fuera posible al menos el pan para hoy y el hambre para mañana pero que permitió fidelizar a la población con los núcleos rurales:  esa España metódicamente vaciada se enfrenta a un mundo sin demasiadas expectativas más allá del subsidio y siempre al pairo de los reveses de la Política Agraria Común, las comisiones leoninas y los aranceles feroces.

Despilfarro, denuncian aquellos que a menudo prefieren a los titiriteros en la trena aunque sea por apología del terrorismo. Sin embargo, a la luz de las cuentas y de los gustos de la ciudadanía, no entiendo por qué aquellos voxistas que defienden que se subvencionen las corridas de toros para mantener su tradición, les da tanta grima que, por ejemplo, desde lo público se apoye a la ópera o a los festivales flamencos. Claro que habría que preguntarse por qué, dentro de este último ámbito, nadie pone objeciones a que los estados aporten grandes fondos a las producciones operísticas y creen, sin embargo, que es simple pesebrismo proceder de la misma hechura con la flamenquería. En materia de cultura, a buena parte de la derecha le hace falta definitivamente un láser que le alivie de esta rara miopía que no le deja ver la evidencia: que nos hacen falta tomates de Los Palacios o papas de Sanlúcar en la nevera, pero también canciones con las que mecer la resiliencia de una posguerra o de una pandemia.

Es verdad que nuestra aceituna de mesa se sienta a comer en los mejores restaurantes del mundo. Pero nuestras películas también habitan el polvo de estrellas de nuestro imaginario mundial. Abran paso al capitán Pescanova, ¿pero dónde metemos a Miquel Barceló? ¿Cómo comparar las bateas de ostras o de angulas con el repertorio de Serrat, de Sabina o de Extremoduro? ¿Es que no es posible la convivencia entre ese niño campesino de Bormujos llamado Juan Diego con sus parientes que persigan todavía ratones de campo y musarañas por entre los cultivos de los alrededores?

El artisteo, los cómicos, incluso los casautores, son productos de primera necesidad. Esenciales, sin ir más lejos, en las películas y en los streamings con los que matamos el tiempo y resucitamos el entretenimiento o la sensibilidad, en estos tiempos de clausura forzosa. ¿Qué sería de nuestro pan de cada día, de la fruta en el frigorífico y los congelados, sin las manos que troncen el trigo, recojan fresas en Huelva o mueran ahogadas en un temporal? Pero, ¿qué seríamos en días como estos sin una canción de Jorge Drexler, una serie de culto o de moda, un concierto on line de la orquesta de Córdoba o del orfeón donostiarra?

Cuando volvamos a recuperar la calle y nuestros derechos, quizá será la hora de redoblar el reclamo justiciero de nuestro campo y de nuestro litoral, pero también tendremos que rebelarnos para que nuestros creadores no deban necesariamente que malvivir a tiempo parcial con empleos basura, con esa larga ración de artistas que no es precisamente millonaria sino que se mueve entre la precariedad y el ninguneo.   

Que la tierra y la mar sean de quienes la trabajan. Y que no vuelva a cumplirse el viejo aserto de cuanta más hambre en el reino, más prosperen los bufones. Que no son, por cierto, los titiriteros sino aquellos que quieren acabar con ellos porque la cultura es el mejor antídoto contra sus peligrosas quimeras.

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