- La autora responde al artículo que el periodista Rubén Amón publicó en El País con motivo del estreno del documental Tauromaquia, dirigido por el videoperiodista Jaime Alekos
Puede el mago –legitimado, si acaso, por el hambre– decir que cada noche corta en dos a su atento ayudante. Y puede pretender que cada día crea en una chistera ese par de palomas. Pero, tras la emisión de un documento que revela los trucos de la magia, no puede el crítico defender que la magia resulta incontestable, que no hay truco que valga, que mostrar la chistera, pero con doble fondo, es degradar palomas.
No puede, digo, hacerlo sin rayar lo esperpéntico.
El documental Tauromaquia, que acaba de estrenarse en redes, nos explica los trucos de la magia.
Con la lección que el mago ofrece a sus discípulos –todos los textos que contiene el documental son de fuentes solventes del mundo del toreo– y con ejemplos prácticos de cómo se ejecutan, repasa los tres tercios de la lidia.
He podido leer –y muy interesada– un texto de opinión que se titula 'Malos tiempos para la muerte', que firma Rubén Amón, defensor de la lidia que escribe en El País, tras haber visto el documental del que antes hablo.
Despierta mi interés la opinión, tras haber visto este documento, de quienes se dedican, entre otras cosas, a la crítica taurina. Me interesa porque me consta que su contenido se corresponde de forma fiel con la media española de muertes, de puyazos, de puntillas y orejas –no hay, Rubén, lo sabes, “toros heterodoxos”, hechos excepcionales; lo que se ve es la norma, el pan de cada día–. Y también me interesa porque también me consta que desvela los trucos de la magia.
Sin embargo, he leído, con asombro y con cierto pudor, a Rubén formular un texto apasionado, entre la apología y el panfleto.
Me llama la atención especialmente que cuando quienes pretenden la prohibición de la tauromaquia, en este caso PACMA, se valen de un documento periodístico en el que ni pinchan ni cortan ni opinan, elaborado por un videoperiodista que lo mismo cubre la corrida de toros que el campo de refugiados, la frontera de turno o disturbios de un barrio de París, al extremo contrario, alguien que se califica como periodista –ojo, no se cuestiona que lo sea– y que ha escrito hasta libros sobre el tema, del que emite frecuentemente críticas –en el sentido, claro, de juicios de valor–, dejando en el cajón todo espíritu crítico, se inmole en el panfleto y la soflama.
Entiendo fácilmente la frustración y el enfado de quien ama la magia –la ilusión–, el día que desvelan sus trucos, y entiendo el duro golpe para quien tiene la vinculación emocional de haber ido de niño a ver al Gran Houdini de la mano de un padre. Pero me cuesta mucho imaginar al crítico de espectáculos de turno espetándole al mundo que revelar los trucos de la magia degrada a las palomas.
Quiero estar convencida de que Rubén Amón –que no sé si lo hace bajo el título expreso, pero que ejerce, de hecho y con cierta frecuencia, de crítico taurino–, conocía de antes los trucos de la lidia, y estoy, casi del todo, convencida de que no es su deseo pasar por ignorante ni por un mentiroso.
Por eso me sorprende leerle y también escucharle en Onda Cero afirmar cosas tan absurdas –sin pretensión de juicio, tan solo descriptiva: un absurdo a lo Beckett– como que el toro es un feroz depredador y que eso lo evidencian los pitones. Yo sé que Rubén sabe que el toro es un rumiante, que solo come hierba, que el ciervo tiene cuernos y la leona no.
También veo a Rubén hablando de liturgia, de Eros y de Tánatos, como justificando a través de un discurso adornado de mito y elementos sagrados esta cosa que sabe que ya no se sostiene. Rubén –sé que lo sabes–, Tánatos es la muerte sin violencia; la de la plaza, esa, corresponde a las Keres. Y entre tres ganaderos y las Moiras hay un abismo tan descomunal que da risa la idea.
Sí entiendo la intentona de defender tu gusto sublimando, también desde el lenguaje, lo que pasa en la plaza, porque entiendo el terrible desconcierto de darte cuenta solo, sin que nadie te obligue, de lo vulgar y mundano que es engañar a un toro para intentar matarle, encima con torpeza, mientras vomita sangre a borbotones.
Yo creo que a Rubén le llevaron, de chico, a ver al Gran Houdini. Por eso se revuelve, quiere toros totémicos e invoca la liturgia, que es la forma del rito, directamente vinculado con el misterio y la fe. Como la magia, vamos.
Y por eso Rubén se niega a admitir, por más que lo comprenda, que las palomas insaculadas de la enorme chistera no son la creación de un ser con dones místicos, sino simples palomas; del mismo modo en que se resiste a entender, como quien le declara la guerra a toda lógica, que el toro es un rumiante y el torero es un técnico, un experto –un artista, si prefieres–, sí, pero del engaño, que no hay toros que acechen a los seres humanos ni vienen los toreros a proteger a nadie de tan temible fiera –es una vaca macho–, que el arte del toreo es como el de la estafa, que cuanto mejor se ejecuta, menos engaño parece.
Rubén, ¿cómo decirte...? Los toros son rumiantes, ni sedientos de sangre ni depredadores del hombre. Y, Rubén, los toreros son artistas sublimes de la estafa, que presentan al toro como temible fiera sabiendo lo que es –ese rumiante– mientras le engañan, a él, para darle muerte, y a los aficionados para hacerse pasar por hombres de valor extraordinario, cuando solo usan trucos, como el de las palomas.
Rubén, tú y yo sabemos –tú al menos deberías– que todas las cogidas son falta de destreza del cogido, errores en el cálculo, porque tú y yo sabemos –tú al menos deberías– que torear consiste en emplear lo que del toro sabes para dirigir su atención adonde te interesa y clavarle una espada mientras él mira un trapo.
Ruben, tú y yo sabemos –aunque tú no lo digas– que ver cómo destripan los trucos de la magia te ha hecho daño por dentro. Y por eso, Rubén, yo te invito, desprovista de juicios, con los brazos abiertos, a que, cuando superes el golpe emocional que te ha causado esto, te vengas de mi mano a ver un nuevo mundo, sin ilusiones místicas ni truquitos de magia, lleno de muerte y vida, lleno de sufrimiento, sin timos, sin engaños, de puro matadero (aprovecho, por cierto, para elogiar que apuntes con el dedo a esa otra industria del sufrimiento cruel e innecesario; entre el éxtasis del aficionado a la muerte taurina y el éxtasis del que zampa la tapa de jamón –en eso estoy de acuerdo– no hay diferencia alguna; las dos son prescindibles).
Vente a mi lado oscuro de compasión catártica, de comprensión profunda de la muerte y la vida, vente a hablar de las Parcas, de Esquilo o de Medea, experimenta en esas carnes tuyas la experiencia, tan trágica –trágico aristotélico–, de aceptar la verdad de que te han engañado y eran trucos de magia. Rubén, haz lo que quieras, pero deja, por Dios, de sublimar la estafa, de pintar al rumiante como el tótem, la fiera. Que los toros son toros y las palomas son solo palomas.