Santiago Montes, el pintor del silencio: de pasar ocho años escondido en el desván a reconocido copista del Museo del Prado
Santiago Montes Luengas (Laredo 1911-1954) pasó ocho años de posguerra encerrado en el desván de su casa, entre 1937 y 1945. Vivió como un 'topo' desde los 26 años. Ni siquiera sus hijos sabían que estaba allí. Él solo los veía en ocasiones a través de un pequeño agujero que le conectaba con la vida. Como un fantasma que contemplaba su propia ausencia desde la retaguardia del miedo, siempre en silencio, temblando ante la posibilidad de ser descubierto. Entre esas paredes con la soledad de sus pinceles alumbró algunos de sus mejores cuadros. “Para nosotros estaba en Francia, o en Argentina, donde teníamos familia. Era una forma de despistarnos”, evoca muchos años después Miguel Ángel Montes, uno de sus cuatro hijos.
Fue uno de los 'topos' cántabros que en tiempos de la dictadura optaron por esconderse para librarse de las represalias. Muchos días, cuando se acostaban los niños, bajaba las escaleras para cenar en la cocina y dormir en su cama. Antes el amanecer volvía a subir a su escondite. “Mi hermano mayor sospechaba algo, no se dormía hasta que no veía la sombra de mi padre en el pasillo proyectada sobre la puerta de la sala”, recuerda el tercero de sus hijos, nacido en 1936. Miguel Ángel tenía un año cuando su padre desapareció, mientras que Margarita, que vivía con sus tíos, tenía dos, y el mayor de todos, Santiago, apenas tres.
Santiago Montes pintó con temple blanco los cristales de una ventana que comunicaba la habitación con la sala. “Dejó un pequeño agujero para poder ver a la familia y el día que hicimos la comunión nos dejaron desayunar con los trajes de marinero y a mi hermana con el vestido blanco para que mi padre pudiese vernos”. Fueron muchos años sin darle un beso porque en teoría no estaba en casa.
Pasaba las horas de su encierro pintando. Un amigo de la familia, del reducido círculo que conocía el secreto, pintor de brocha gorda y fina visitaba de cuando en cuando la casa vestido con el buzo de trabajo, para disimular, y le llevaba material para sus cuadros. Siempre tuvo esa vocación, un temprano talento para el dibujo que ya era notorio en la escuela. Provenía de una familia de pescadores de Laredo que no tenía nada que ver con los pinceles, pero la casualidad hizo que conociese al pintor Flavio San Román, su primer maestro. Allí, en su taller, frecuentó a otro artista de los lienzos, Gerardo de Alvear, y fraguó una intensa relación de amistad y compañerismo con el escultor de Santillana del Mar Jesús Otero.
Ambos consiguieron, en 1929, una beca de 1.500 pesetas para estudiar durante dos cursos en la Escuela de San Fernando de Madrid. Santiago Montes regresó a Laredo, completada su formación, se casó con Matilde Fernández, tuvo hijos y como no podía vivir solo de la pintura montó un taller de ebanistería con su hermano Ángel. “En Laredo deja expuestos cuadros suyos en los escaparates de las comercios”, cuenta Ángel Bueno, autor de la biografía vital y profesional más completa sobre Montes.
1936, el año que cambia todo
El golpe de estado lo cambió todo. Santiago estaba afilado a la UGT y tenía un fuerte compromiso político que le llevó a aceptar el encargo de convertirse en comisario de arte del Frente Popular. Gracias a su protección se logró salvar el patrimonio artístico de Laredo, en especial de los bienes de la iglesia. Ángel Bueno recoge en su texto que la Delegación del Frente Popular de Santander le solicitó que requisase los objetos valiosos con la excusa de custodiarlos. Pero Montes, precavido, entregó solo los de poco valor y por temor a que no fuesen devueltos escondió las piezas más relevantes en casa de otro pintor laredano amigo suyo: Francisco Velasco.
A principios del 37 el ejército republicano le llama a filas y estuvo desempeñando tareas de topógrafo en Villasana de Mena. Cuando entran las tropas de Franco, ante el cariz que tomaban los acontecimientos, y tras intentar sin éxito coger un barco hacia Gijón, decidió huir a Francia junto a unos amigos en una pequeña barca. Todas las embarcaciones habían salido ya del puerto y quedó olvidada una que hacía aguas. Gracias a sus habilidades con la madera la reparó para la travesía. Al terminar avisó a sus compañeros: “Me voy a por el macuto”. Cuando volvió ya se habían marchado sin él.
Cogió el petate y recorrió a pie los 48 kilómetros que separan Santander de Laredo ocultándose por los montes. Llegó a su casa de noche, recogió a su mujer Matilde y a sus hijos y se fueron a la casa de sus suegros una familia del otro bando. Era una vivienda de tres plantas en número 6 de la calle Ruayusera . Decidió esconderse en la última, en el desván. Fue un entierro en vida. Un confinamiento ante el miedo a las represalias. Renunció a la luz del día y, sobre todo, a su propia familia.
Curiosamente, en la casa vivían también sus tres cuñados, falangistas, que guardaron el secreto con una complicidad familiar que mantuvieron, incluso, cuando hubo algunos registros en su domicilio. De hecho, cada vez que se iba a producir uno le avisaban y así podía abandonar su encierro la noche anterior. Entre las sombras corría con todas las precauciones posibles hacia un pequeño chamizo en la zona de El Puntal donde esperaba a que le avisasen de que había pasado el peligro para poder volver a su escondite. Eran las únicas ocasiones en las que respiraba al aire libre. Unos recreos empañados por el miedo a ser descubierto.
Habitó en una soledad y un silencio que alivió con la pintura, las lecturas y las conversaciones con los habitantes de la casa que frecuentaban de cuando en cuando el desván para charlar con Satiago mientras sus pinceles les retrataban. Había que tener la precaución de dejar secar los cuadros y ocultarlos para que nadie les viese. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial decidió salir del escondite cuando las autoridades anunciaron un indulto. Fue un día de fiesta. Mandaron aviso al barbero, también persona de confianza, que llegó a casa y afeitó y acortó el pelo a Montes. Estaban todos reunidos en el salón y la madre hizo pasar a los niños. Santiago, el mayor, miró a aquel hombre con recelo y desconfianza. Ante la perplejidad de todos espetó: “Este no es mi padre”. No reconocía la silueta de aquel hombre barbudo que tantas noches, a escondidas, había visto desde la cama por una rendija de la puerta.
Fue una alegría efimera. En el pueblo pensaron que había vuelto de Francia o de Argentina, donde tenían familia, hasta que alguien le denunció a las autoridades de la dictadura, que le retuvieron en el cuartel de Laredo antes de enviarlo a la Prisión Provincial de Santander.
“Llegué de la escuela por la tarde y mi madre me dijo: se han llevado a tu padre, vete al cuartel a ver si lo ves”, rememora Miguel Ángel en conversación con elDiario.es. Era el año 1945. Tenía nueve años. El niño fue allí, a las afueras de Laredo, y se tumbó en una cuneta al otro lado de la carretera, escondido, para verle salir. Se hizo de noche y se tuvo que marchar sin conseguirlo. “Solo quería darle un beso”, susurra.
Un consejo de guerra lo condenó por rebelión. Así pasó, tras una efímera tregua, de la cárcel del desván a la vida entre otras rejas. Aquí no estaba solo. El dibujo fue nuevamente un refugio para su destino trágico. Salió a los dos años, tras indultarle la pena. Antes de la Navidad del 46. “Fue la primera que pasamos con él desde que habíamos nacido”, señala Miguel Ángel.
Retratos, su mayor obra propia
La mayoría de los rostros que pintó Santiago Montes fueron retratos de sus compañeros de cárcel. Más de un centenar que dibujó en aquellas horas muertas en la prisión de la dictadura. Los presos le llevaban hasta las fotografías de sus novias para que él dibujara sus rostros. Accedía siempre.
Allí, en la cárcel, conoció al cuñado de Manuel Azaña, presidente de la República. El retrato que hizo en 1946 de Cipriano Rivas Cherif está en depósito, y actualmente expuesto, el Museo de Arte de Santander (MAS). Es una casualidad que se quedase aquí. A Rivas Cherif le dejaron en libertad y se marchó a reunirse con su familia en México. Se dejó el retrato, que estaba sin acabar.
De todos los retratos que dibujó en prisión queda un álbum de fotografías de 56 de esos dibujos que le regalaron a Santiago sus compañeros cuando salió de la cárcel, después de esos dos años encerrado.
En el verano del 47 realizó una exposición de 16 óleos en de paisajes y bodegaones en el salón del Bar luengo de Laredo. Pero era complicado vivir de la pintura. Finalmente se marchó a Madrid. Allí siguió aprendiendo pintura. Retomó sus estudios en la Academia de Bellas Artes donde doblaba la edad al resto de compañeros. Su hijo mayor empezó a trabajar en la Librería Villegas, propiedad de torrelaveguense amigo amigo de su padre, pata ayudar en la economía familiar. En agosto de 1949 participó en la I Exposición de Arte Montañés celebrada en Torrelavega con ocho obras, entre ellas el Retrato del poeta Jesús Cancio. En Madrid trabajó como decorador de comercios y posteriormente para los estudios de cine CEA de Ciudad Lineal. Vivía en una pensión, primero, y después en el estudio que alquiló cerca de la plaza de Callao hasta que con su familia ya allí alquilaron una vivienda en el Paseo de Extremadura.
En los años 50 empezó a trabajar como copista del Museo del Prado. Extrañamente la dictadura le autorizó, cuando en cambio le negó el permiso para salir de España e irse a vivir a Argentina, donde les esperaban unos familiares. En el Prado disfrutó al fin de su trabajo. Se lo tomó muy en serio. Con sus habilidades de ebanista preparaba él mismo las tablas con la misma técnica de los pintores del gótico flamenco, sus favoritos.
Ni siquiera entonces consiguió vivir en paz, ya que regularmente era sometido a registros domiciliarios. Seguía bajo la lupa de la dictadura mientras sobrevivía disfrutando con las réplicas de Tiziano, El Bosco, Rafael o Murillo.
Sus copias eran apreciadas y le permitieron tener unos ingresos económicos, pero a la vez limitaron su obra propia. La mayor parte de sus cuadros están en manos de sus familiares. Queda un retrato de su mujer, con un libro del poeta Jesús Cancio entre las manos, que realizó en el exilio del desván. También un autoretrato que muestra su rostro con una barba espesa, entre pinceles, dialogando con el espectador.
La vida fue injusta con él. Un infarto segó su vida cuando solo tenía 43 años. La represión de la dictadura y su temprana despedida han ocultado la biografía y la obra de un destacado artista plástico de la primera mitad del siglo XX: paisajes, bodegones y retratos. Hoy, Santiago Montes Luengas habita en la categoría de la sombra, del desconocimiento. Para aliviar ese olvido, el año pasado Laredo, su cuna, le dedicó una exposición junto a su amigo el pintor Paco Velasco por iniciativa del responsable de la sala de exposiciones municipal, Ángel Bueno, que ha recuperado sus nombres en un ambicioso catálogo.
1