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La novelista norteamericana Elizabeth Strout es poco conocida en nuestro país. Como lo era también hasta hace poco Alice Munro. Las dos han sido premiadas por lo que han escrito. Strout con el Pulitzer y Munro con el Nobel. Del otro lado del Atlántico, pues, nos llegan al catalán voces literarias en lengua inglesa de la mano de editoriales que no quitan nunca el ojo de una literatura profundamente rica que nos es más cercana de lo que puede parecer a primera vista. Después que Edicions de 1984 recuperase dos títulos de un clásico modern norteamericano, John Fante, ahora la editorial nos ofrece Els germans Burgess, el nuevo título de la premio Pulitzer Elizabeth Strout, que recibió el galardón por Olive Kitteridge (2008).
Jim, Bob y Susan són los hermanos Burgess. I Zach, el hijo de Susan, és el chico adolescente y solitario que comete un acto sin calibrar sus consecuencias: hace rodar una cabeza de cerdo hacia las puertas de una mezquita. Lo que podría parecer una gamberrada de criatura sin juicio es de cara a la sociedad un presunto delito que provoca una situación bien delicada. Por culpa de esto, emergen las desconfianzas que ya eran latentes entre culturas. Los musulmanes de origen senegalés se sienten insultados por esta actuación desafortunada y a los norteamericanos se les despiertan los miedos incrustados a raíz de los atentados del 11-S. El choque de culturas parece insalvable mientras perdure la incomprensión hacia los recién llegados: “[…] ¿I saps què, Pam? No estan bojos. Estan esgotats. I en part, estan esgotats per culpa de la gent com tu que llegeix llibres sobre els aspectes més incendiaris de la seva cultura en un club de lectura, i llavors els odien per això, perquè, en el fons, és el que nosaltres, els americanets ignorants, volem fer des que van caure les torres. Volem tenir permís per odiar-los.”
La posición de un lado y del otro nos es transmitida con el punto justo de realidad, tal cual, sin dramatismos. Strout nos proporciona el retrato de una nueva inmigración que pasa de puntillas por una sociedad que la acoge sin abrazarla. Una sociedad que busca no romper el equilibrio de este estado del bienestar que parecía indestructible y que, sin embargo, se va resquebrajando.
La vida de cada uno de los hermanos Burgess es el pretexto para poner luz a las grietas de una clase mediana-alta norteamericana que se tambalea, en tanto que se tambalean sus valores y las relaciones que se sustentaban en ellos. Consiguientmente, toda la novela está salpicada de miedo, de inseguridad y de temor de perder y que las cosas cambien: “Vet aquí el que passava quan no podies dormir ni desempallegar-te de la imatge d’un cap de porc congelat. La Helen va anar a buscar un somnífer, i va trobar el bany net i conegut. Altre cop al llit, es va acostar al seu marit i al cap de pocs minuts va sentir l’estrebada agradable de la son, i va estar molt contenta de no ser la Deborah-que-sí ni la Deborah-que-no. Va estar molt contenta de ser la Helen Farber Burgess, va estar molt contenta de tenir fills, va estar molt contenta d’estar contenta amb la seva vida.”
Por otro lado, a Jim, Bob y Susan también les persiguen unas vivencias familiares que ponen en juego la tristeza y los sentimientos de culpa y de fracaso. Ahora bien, delante de las adversidades el sentimiento de grupo está muy presente y los tres hermanos hacen equipo para afrontar juntos lo que les sobreviene a cadauno en sus circunstancias, unas circunstancias que esperaban un detonante para emergir de las interioridades donde se estaban cociendo. Sus vidas cambian así como cambia la sociedad. Y la complejidad del microcosmos Burgess quizás solo sea una maqueta a pequeña escala de la complejidad de un mundo que, visto en perspectiva, es difícil de comprender y aceptar.
Pero Strout nos regala una novela que escucha y reproduce los latidos del ser humano desde la lucidez racional con la que observa la vida. Y nos hace reflexionar sobre cuáles son las dificuldades que pueden separar de la felicidad anhelada. Después de leer Els germans Burgess, quizás hay que concluir que la vía de la sociedad del bienestar está perdida, però también queda la fe –atea– que, buscando, seguro que encontraremos la dirección que nos lleve a ella. Solo hay que tener los sentidos despiertos y leer los pequeños y grandes cambios sin ese miedo que todo lo oscurece.
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