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Alfonso Rus y los canales de sodio

José Manuel Rambla

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Hay personas insensibles. No descubro nada nuevo. Todos hemos oído hablar de gente incapaz de emocionarse viendo una película de amor, o de sentir un escalofrío escuchando algún viejo bolero. Pero no es a esta insensibilidad a la que me refiero, sino a la de aquellos que no se inmutan cuando la puerta pilla por traición alguno de sus dedos o la cabeza parece dilatarse y contraerse alternativamente después de una noche de fiesta generosa. El fenómeno, al parecer, tiene poco que ver con la resistencia física y mucho con los caprichos de la química. Y es que, según los científicos, lo que sentimos tras el traicionero ataque de la puerta no es más que un cúmulo de señales electroquímicas que unas proteínas denominadas canales de sodio se encargan de conducir hasta nuestro celebro. Cuando alguna mutación genética altera esos canales, quien la sufre permanece impávido ante la agresión del portazo.

Los investigadores intentan ahora comprender cómo intervenir voluntariamente en ese mecanismo para descubrir el analgésico perfecto. Para ello centran sus estudios en aquellos individuos genéticamente incapacitados para el dolor. Un objetivo encomiable que, a mi juicio, avanzaría considerablemente si los científicos tuvieran la oportunidad de aislar en condiciones de laboratorio al presidente en funciones del gobierno español. Porque la congénita insensibilidad de Mariano Rajoy sólo puede explicarse por alguna rara alteración de los canales de sodio. Claro que el líder de los populares supo hacer de su tara virtud. De hecho, el maestro Vázquez Montalbán consideró que esa característica fue la clave para que José María Aznar pusiera fin a las disputas entre Rato y Acebes por sucederle, optando por aquel gallego que siempre estaba allí “silencioso, inmutable” le cayese lo que le cayese: el chapapote del Prestige o la guerra de Iraq. Desde entonces Rajoy no ha dejado de acumular evidencias de esa peculiaridad. Y si algo no le han faltado al presidente son eso, oportunidades: crisis económica, papeles de Bárcenas, independentismo en Cataluña…

En cualquier caso, la búsqueda de ese analgésico infalible daría un paso de gigante si los laboratorios y universidades implicados pudieran pasar de la investigación de casos aislados a los colectivos. Porque del mismo modo que Jung aventuró la existencia de un subconsciente colectivo, estoy convencido de que existen colectividades con los canales de sodio atrofiados. Sólo basta lanzar una ojeada a la Comunidad Valenciana para comprobarlo. Porque esa alteración colectiva de los canales de sodio es la única hipótesis posible para intentar comprender mínimamente la indiferencia con que buena parte de la comunidad electoral valenciana permanece impertérrito ante los continuos golpes en el bajo vientre que le propina la derecha escudada tras la alevosía de su impunidad sociológica.

La última prueba de esta evidencia en este perplejo país nos llega con las recientes detenciones del padrino Alfonso Rus, del capo David Serra, el servicial Emilio Llopis, el discreto Máximo Caturla, el discreto Juan José Media, la inocente María José Alcón, el megalómano Vicente Burgos o la chica de confianza de Rita Barberá, María del Carmen García-Fuster. Nombres golpe de una paliza anunciada hacía tiempo por los perseverantes Rosa Pérez e Ignacio Blanco sin que el cuerpo electoral valenciano apenas registrase un mínimo estremecimiento. Nombres garrotazo que se sumaban a los estacazos ya acumulados en forma de Rafael Blasco, Consuelo Císcar, Noos, Serafín Castellano, Emersa, Fitur, Bigotes y un largo etcétera de atropellos éticos. Una lista perpetuamente interminable, mientras las urnas y las encuestas mantienen cuando no acrecientan las expectativas de voto para el PP, tanto en España como en esta tierra de las flores.

Habrá que confiar en la ciencia para que algún día la sociedad valenciana y española reconstruyan por completo sus canales de sodio. Es nuestra última esperanza para superar la gran inmunidad al dolor que todavía acumulamos. O al menos para recuperar un mínimo sentido de la vergüenza.

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