En la habitación del gacetillero hay un enorme elefante que barrita de una manera ensordecedora y le impide entregarse a sus complacientes elucubraciones. No encuentra el modo de eludir su presencia ni de acallarlo. Cuando se pone ante el ordenador para tratar de escribir algo, no ve sino a estas personas famélicas que, acurrucadas entre los escombros de Gaza, esperan a que un obús fabricado en algún lugar cerca de Chicago, Hamburgo o Brescia las revienten de un momento a otro. Imagina su sufrimiento y su desesperación mientras, en un siniestro collage, ve a unos que celebran su propia maldad y a otros que sonríen jesuíticamente o tratan de colar obscenas milongas autoexculpatorias. Nada importa que hasta ahora él haya escrito mucho o poco sobre el asunto ni cuantos lo están haciendo en estos momentos. Es incapaz de escribir sobre cualquier otra cosa sin sentir una culpa insoportable. Solo le vienen a la mente exabruptos, insultos, epítetos toscos y precisos que le gustaría enhebrar como quien hace una soga verbal para ajusticiar a los culpables de tanto sufrimiento. Pero, como no puede limitarse a hacer eso, ahí lo tienes, dando vueltas a esa pila de sangre, de heces, de dolor, de perversidad, tratando de sacar de ese cenagal alguna idea que sirva para algo, esquivando la percepción de que no es sino otro miserable que intenta borrar con una parrafada inútil su connivencia con los canallas.
El canciller alemán Merz declaraba el 26 de mayo a la cadena WDR que “hacer sufrir de esta manera a la población civil es algo que ya —ya— no se puede justificar con la lucha contra el terrorismo de Hamás”. Lo decía tras la muerte documentada de más de cincuenta mil civiles asediados desde hace meses, el mismo día en que reiteraba su intención de seguir suministrando armas a Israel. Esas armas con las que estaban y están practicando el tiro al blanco con los hambrientos que hacen cola para conseguir algún mendrugo de los que utiliza como cebo la Fundación Humanitaria para Gaza, creada ad hoc por los Estados Unidos e Israel. Días antes, mientras otro medio alemán, Red Media, era obligado a cerrar por informar sobre la situación de Palestina y denunciar la complicidad europea con el genocidio, en otras publicaciones europeas comenzaba a despuntar la preocupación porque los crímenes de Israel y la putrefacción moral de su población puedan dificultar su futuro, como si eso fuera lo más importante. “Sobre Gaza ya —otra vez ya— no cabe el silencio”, decía un bienintencionado titular. ¿Y cuándo ha cabido el silencio? ¿Y por qué ha cabido? Empezáis a plantearos la posibilidad —solo la posibilidad— de tomar alguna iniciativa que frene a los genocidas cuando, además de los cincuenta y pico mil muertos, una cifra que aumenta día tras día, llevamos contabilizados más de ciento cincuenta mil heridos, cuando las tierras de cultivo, la pequeña flota pesquera y cualquier otro medio de subsistencia han sido arrasados, cuando han sido destruidos los hogares, los colegios y los hospitales, cuando la desnutrición y la enfermedad se ciernen sobre más de dos millones de personas cercadas y apelotonadas en apenas el veinte por cien del territorio que les pertenece, cuando el representante de Palestina en la ONU, con voz, pero sin voto, rompe a llorar en medio de su discurso al citar a las madres gazatíes que piden perdón a sus hijos por no poder protegerlos ni del hambre ni de los cañones… No os extrañéis si no ponemos mucho entusiasmo en aplaudiros. Os habéis hecho los sordos cuando convenía y ahora os exhibís practicando el noble arte de caerse del guindo. La victoria de Israel será también la vuestra, que nadie os arrebate la gloria.
Habéis esperado —seguís haciéndolo— a que la situación fuera irreversible, tanto, como para que los palestinos que sobrevivan acepten cualquier cosa con tal de salvar la vida, lo que les queda de ella. Nosotros, faltaba más, daremos por bueno lo que hagáis con tal de que hagáis algo, con tal de que el pobre elefante palestino deje de barritar desesperado. Pero muchos ya sentimos destruida nuestra humanidad. Cuando esta intenta rehacerse, se ve impelida a cuestionar lo humano, a renegar de sí misma: si eso es lo que somos, no queremos serlo. No serán solo las infraestructuras lo que habrá que reconstruir tras la catástrofe de Gaza. “Si quieres una imagen del futuro, imagina una bota aplastando un rostro humano… eternamente”, decía Orwell en 1949. Ese era el estado de ánimo tras la Segunda Guerra Mundial, un sentimiento disfórico del que nunca hemos conseguido salir del todo. “Desde Auschwitz sabemos de lo que es capaz el hombre, y desde Hiroshima sabemos lo que está en juego”, decía Viktor Frankl. El título de su libro, aparecido en 1946, El hombre en busca de sentido, parece una respuesta a esto otro que dijo Camus en 1942 bajo el impacto de la tragedia bélica: “Juzgar si la vida vale o no vale la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. En esas seguimos. Ahora, como entonces, tan inevitable es el pesimismo como la necesidad de escapar de él. En aquella ocasión, las élites económicas, que todavía tenían un carácter nacional, se sirvieron de los fascismos patrióticos para librarse de su principal enemigo —que era, es y será cualquier forma de lucha organizada contra la explotación—, para posteriormente aparecer como garantes de unos valores democráticos devaluados y estrechamente vigilados. Los mismos que nos arrebataron la democracia nos la devolvieron debidamente afinada (en España cuarenta años más tarde). Había paz porque habían ganado ellos y habían hecho todos los cambios necesarios para asegurarse la victoria durante mucho tiempo.
Se viene insistiendo últimamente, a falta de una mejor explicación del auge de la ultraderecha, en que el poder económico, ahora de carácter global, está volviendo a azuzar el monstruo fascista en virtud de aquel viejo mecanismo, pero cada vez está menos claro que las intenciones sean exactamente las mismas. Por muy controlados que tengan los dispositivos a través de los cuales se abre paso la voluntad democrática, los que detentan hoy el poder no necesitan fingir que la aceptan, han decidido prescindir de la incómoda máscara liberal. ¿A santo de qué y para qué iban a someterse al dictado de un puñado de desarrapados, por mucho que sean estos los que, cuando todavía pueden votar, les sirven para aupar a sus testaferros? A los que lo están acumulando todo les molesta el estado democrático, por poco democrático que sea a estas alturas, y no se esconden en reconocerlo. El Estado y los organismos supranacionales no les pueden dar ya nada que no puedan tomar ellos mismos directamente. Ni tampoco quitarles nada. Y si todavía no es exactamente así, al paso que vamos lo será dentro de poco. No es casual que, justo ahora, la acostumbrada impunidad de Israel haya alcanzado los extremos que estamos viendo con la bendición de esa plutocracia. La masacre de los palestinos por parte de Israel, además de un hecho abominable que pone en evidencia nuestra degradación moral, es un síntoma del desastre que se cuece en el núcleo del sistema. Los amos del mundo no necesitan de la democracia ni de sus instrumentos; nosotros sí. Y estamos cometiendo el error de ayudarles a demolerla, unos por acción y otros por omisión, unos por maldad y otros por ignorancia. Las instituciones democráticas, esas que están tan corrompidas, desvirtuadas, prostituidas, postradas, tan hechas mierda, son la única arma que nos queda. Una vez perdamos definitivamente el control político, lo habremos perdido todo. Y tendrán que ser otros, esos hijos y nietos a los que tanto queremos, los que, cuando ya no tengan nada que perder, lo tendrán que recuperar a costa de mucho dolor y sufrimiento, como tantas veces ha ocurrido a lo largo de la historia.
1