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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Nostalgia pueblerina

Benimaclet.

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Permítanme un pequeño ejercicio de memoria. Mi familia vivía en un pueblo cercano a la ciudad de València, a cincuenta metros de la estación del trenet, lo que ahora es el metro. A doscientos metros escasos de casa estaba el ayuntamiento, y a otro tanto la iglesia. El perímetro entre esos tres puntos abarcaba tan solo unas cinco calles de casas bajas, una quinta parte del casco urbano de la época (la que va de la década de los sesenta a la de los ochenta). Lo trazo mentalmente y paso a enumerar lo que había sin querer ser exhaustivo: tres tiendas de comestibles, dos horchaterías, una fábrica de hielo, una bodega, una fontanería, tres barberías, una peluquería de señoras, dos paqueterías, dos droguerías, una tienda de suministros para el hogar, mayormente combustible —desde huesos de aceituna a gas butano—, dos carnicerías, una casa de salazones, una de piensos —muchos criábamos las gallinas en casa—, una pescadería, dos cines, dos quioscos, dos farmacias, la consulta del médico de la iguala, dos tiendas de ropa, una alpargatería, una ferretería, dos carpinterías, un taller de reparación y venta de bicicletas, una casa de fotografía, un estanco, la oficina de correos, dos hornos de pan, una papelería y librería, el colegio de las monjas, un casino, tres bares, un taller de lápidas, una funeraria… no sigo. Todo ello sin contar con el mercadito municipal y con un precursor de Jeff Bezos, un tipo que trabajaba en el puerto, a quien le compramos a muy buen precio nuestro primer transistor japonés y el reloj suizo de mi primera comunión.

Nada de todo eso estaba a más de cinco minutos de mi domicilio, y todos aquellos comercios salían adelante con una densidad de población que hoy parece ridícula. Eso era así en los pueblos y en parte, también, en muchos barrios de las grandes ciudades. Hasta que los cambios en el modelo económico, la concentración de servicios, la construcción en altura, la separación de usos urbanos, el consiguiente incremento de la locomoción, todas las modificaciones que el siglo pasado y buena parte de lo que llevamos de este fueron introduciendo en la configuración de las ciudades, generó urbes que se lo tragaban todo y se hacían cada vez más invivibles. Uno, hijo de destripaterrones, siempre ha sido reacio a vivir en una colmena, sobre todo después de la crisis nerviosa que le provocó el ininterrumpido taconeo de la vecina de arriba a lo largo de diez años —era crisis o ir al trullo—, y nunca ha acabado de admitir que la arquitectura vertical sea más respetuosa con el medio ambiente que la horizontal, a no ser que quitemos al ser humano del ecosistema a proteger. No hay nada más ecológico y eficiente que una casa de labrador, donde por lo general reina el silencio, nada se tira, el perro caga donde quiere y con provecho para el suelo, y corre el aire que da gusto. No como en las ciudades, que ahora que el mundo se está empezando a cocer a fuego lento, se han dado cuenta de que ellas serán las primeras en empezar a hervir y se han puesto a plantar árboles como locas, aunque muchas no tienen con qué regarlos y se les mueren, así que están tratando de dejar algo de tierra al descubierto —tampoco mucha— para que el suelo se empape si la lluvia se digna a caer.

A las ciudades «se entra» y de ellas «se sale». Y en determinadas ocasiones, como cuando hay Fallas, de las ciudades uno «se escapa» si puede. Aquí la semántica es explícita e inequívoca. La ciudad-trampa quedaba antiguamente muy bien visualizada por la presencia de las murallas, hasta que el higienismo las derribó. Y últimamente se encargan de hacerlo las nuevas medidas para restringir —o regular, según la jerga oficial— la movilidad, que introducen unas murallas invisibles para dejar fuera toda la porquería que las ciudades mismas generan y se esfuerzan en captar. Las ciudades no han parado de crecer, de competir entre sí para atraer la actividad económica, y el día que pierdan atractivo dejarán de ser lo que son. Ahora algunos están intentando conservarlo mediante la división del espacio urbano en «supermanzanas», de manera que cualquier vecino encuentre lo que necesita a menos de quince minutos andando, lo que equivale a reproducir la vida pueblerina dentro de unas enormidades urbanísticas que han contribuido a destruir la que se daba en su hinterland, al menos en el caso de València. Sé que es bienintencionado, no sé si es ingenuo, pero sin duda parece un tanto sarcástico.

En todo caso, no hay que alarmarse: la locomoción individual no corre peligro. El automóvil ha generado la ciudad moderna tanto como ella ha propiciado la proliferación de automóviles, y a una fórmula tan consolidada no se le puede quitar un factor por las buenas sin que el resultado se vea alterado dramáticamente. Demasiadas cosas dependen del coche. La pasión por el vehículo eléctrico no nace solo del fervor ecologista. Las facilidades de las que se ha beneficiado Volkswagen para construir su fábrica de baterías en el Camp de Morvedre ya las quisiera yo para montar un puesto de pipas. Pero es cierto que el trabajo se está descentralizando y los servicios también a causa de Internet. Y otros fenómenos relacionados con la globalización, como el de la tematización de los centros históricos al servicio del turismo, están contribuyendo a la desvitalización de las ciudades, sobre todo a la de ciertos barrios. Los inmuebles pierden o adquieren un nuevo valor de uso, así que hay que hacer ajustes.

El cambio es más aparente que real.  Se organicen como se organicen, las ciudades son dependientes por naturaleza. Depredadoras, más bien. Todo indica que no es factible descarbonizar un sitio sin carbonizar otro. La implantación «urgente» y sin contemplaciones de las renovables, en el monte o en el mar, lo pone bastante bien de manifiesto. Pedir que eso se ignore y no se debata, como hacen algunos, es pura desfachatez. Las ciudades echan mano de lo que necesitan sin muchas contemplaciones, y tienden a lanzar la mierda lo más lejos que pueden. Lo han hecho históricamente con los vertederos, los mataderos, los cementerios o las industrias contaminantes, y ahora le toca al tráfico rodado hasta donde sea posible y conveniente. Respecto a aquel modelo aldeano en el que todo estaba no a quince, sino a cinco minutos o menos, ni que decir tiene que no queda nada, y nadie entre los que lo conocimos piensa que pueda recuperarse nunca. Algunos lo añoramos de manera tan legítima como inofensiva, porque era el mundo de nuestra juventud, pero da la impresión de que otros lo tienen idealizado. Y a uno, que todavía conserva el pelo de la dehesa, le divierte —o le resulta penoso, depende del día— ver a los apóstoles urbanitas entregados a la tarea de reinventar el pueblo, de volver a él, aunque sea sin bajarse del burro.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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