Este espacio pretende reivindicar la memoria obrera, sus luchas, organizaciones y protagonistas, desde el convencimiento de que el movimiento sindical fue clave en la reconstrucción de la razón democrática, articulando la defensa de sus demandas sociales y económicas con la exigencia de libertades civiles.
Del barrio a la fábrica (2)
El éxito de la película El 47, en la que un convincente Eduard Fernández representa a Manolo Vital, líder sindical y militante de CC.OO. en el barrio barcelonés de Torre Baró, cabe interpretarlo tanto como un aval a su indudable calidad cinematográfica y también como la expresión del reconocimiento de muchos espectadores al valor simbólico del episodio histórico que la motiva (la lucha de un barrio periférico por el acceso a servicios dignos, incluido el autobús urbano) y del interés renovado por un cine próximo a las luchas sociales. La afluencia a los cines creció de una proyección a otra. Puede ser además una obra recomendable para un pedagogia en centros educativos sobre la lucha por la ciudad democrática en la Transición, siempre advirtiendo que actuaciones reales como la que relata no fueron iniciativas aisladas de individuos indignados sino el resultado de decisiones colectivas y organizadas. Hubo otros 47, anteriores y posteriores, porque la clandestinidad avivaba el ingenio para idear acciones que eludiesen la represión estructural del régimen, se difundían y se aprendía de otros éxitos y fracasos. Así está grabado en la memoria de las personas que lo vivieron y así lo demuestra la historiografía.
Clases trabajadoras, barrio y movimiento vecinal
Manuel Castells (2008) sostiene que, en condiciones represivas, las asociaciones fueron escuelas de democracia de base, ofreciendo a sectores sin experiencia de lucha política la vivencia cotidiana de “plantear sus derechos sin pedir permiso a las autoridades”. Quedaron convencidos de que la dictadura no podía seguir existiendo al experimentar que “reunirse para alumbrar una calle o denunciar una estafa” situaba a los vecinos al borde de la ilegalidad. Y así “de repente, la gente que no era política descubrió que la democracia era una necesidad, no una consigna de rojos.” A su vez sus dirigentes, rojos en su gran mayoría, se cuidaron bien “de parar los pies a los militantes que intentaban convertir la reparación de un socavón en el acceso al barrio en trinchera de la revolución.” En definitiva, Castells subraya el carácter interclasista y transversal del movimiento, capaz de dar una participación a profesionales (urbanistas, abogados, economistas), mujeres y jóvenes que los grupos políticos no ofrecían. Las asociaciones promovían acciones que eran políticas en la práctica siendo a la vez ámbitos despolitizados o prepolíticos, promovían un “feminismo práctico” sin ser feministas, eran interclasistas aunque predominasen las clases trabajadoras entre las personas asociadas. En definitiva, ofrecían una participación muy abierta, efectiva y real, en contraposición a los partidos políticos, que exigían y exigen una adhesión ideológica, y a los sindicatos, que parten de intereses compartidos en un lugar de trabajo y sector laboral.
Al subrayar y loar la singularidad de un movimiento que no tenía “ni la fuerza ni el carisma del movimiento obrero”, corremos el peligro de disociar y diluir sus conexiones con el mismo. La contraposición sociológica entre movimientos unidos por intereses, en particular el obrero o sindical, y aquéllos más nuevos que responderían a identidades (nacional o local, de género u orientación sexual, etc.), la historiografía más próxima a la comprensión de vivencias y experiencias locales, colectivas y personales, descubre una realidad compleja irreductible a esos dos vectores. Así, la clase obrera inmigrante llegó a los nuevos barrios con un importante bagaje cultural y de experiencias que, unido a la vivencia de nuevas condiciones de vida y trabajo, dio lugar a culturas reivindicativas y de lucha social con una fuerte identidad local. El mapa de las asociaciones de barrio activas en Valencia en 1977, elaborado por la comisión del PCPV para el movimiento ciudadano, muestra una sustancial coincidencia con el de las nuevas barriadas de aluvión inmigratorio obrero que rodeaban la ciudad. Más allá de esta contundente evidencia, a fin de ampliar nuestro horizonte para una perspectiva comparada, antes de volver a Valencia resulta interesante detenernos en las áreas metropolitanas de Barcelona, Madrid y Bilbao. Nos apoyamos en buena medida en el estudio contemporáneo de Jordi Borja (1977).
En 1976, Barcelona tenía dos millones de habitantes y era el centro de un área de casi cuatro, con cinco ciudades de más de 100 mil y diez que superaban los 20 mil. Tenía una gran tradición asociativa popular y de barrio, arrasada por la dictadura tras la conquista franquista de Catalunya en febrero de 1939, hasta que en los años 50 se fue recuperando con participaron de colegios profesionales y entidades culturales catalanistas. En la década de 1960 y hasta 1975 había asociaciones de calle llamadas “bombilleras”, de comerciantes y vecinos de barrios tradicionales que se acogieron a la Ley de 1964 y colaboraban con el ayuntamiento; asociaciones de vecinos en barrios populares y de clases medias que serán legalizadas pero entrarán en conflicto con los poderes franquistas; y comisiones de barrio en la periferia obreraimpulsadas por militantes de izquierdas, ilegales pero muy activas. En 1972, las asociaciones de barrio más reivindicativas se unieron en la Coordinadora de Sant Antoni, ligada a la Assemblea de Catalunya, y en 1974 entraron en la Federación de Asociaciones de Vecinos de Barcelona, donde eran minoritarias pero pronto marcaron la agenda. Entre 1975 y 1976, la Federación planteó la lucha contra el Plan Comarcal y por la dimisión del alcalde Viola, la campaña contra la represión y por la amnistía, por la lengua y la cultura catalanas, las protestas contra la carestía y la campaña “Salvem Barcelona” a finales de 1976. En los barrios periféricos y de la región metropolitana, de inmigración obrera y más débil tejido asociativo, las reivindicaciones eran más básicas y el desprestigio de las autoridades franquistas era aún mayor, estableciéndose una estrecha relación entre el movimiento obrero y los barrios.
Madrid pasó en tan solo 30 años de ser una ciudad de un millón de habitantes a formar un área metropolitana de casi cuatro. Era la capital política de una dictadura y un Estado muy centralista y sensible a cualquier irrupción de la protesta en la calle, lo que determinaba un poder municipal extremadamente débil y con poco margen negociador. El movimiento vecinal se abrió paso con más dificultades que en Barcelona o Bilbao, apoyado casi solo en los barrios periféricos y con un inevitable radicalismo social por falta de interlocutores. Pero en 1975 dio un gran salto adelante y en 1976, con una notable incorporación de profesionales, se unieron en una federación provincial 108 de las 138 asociaciones existentes, aunque sólo 28 estaban legalizadas. La asamblea constitutiva fue prohibida en febrero, pero representantes de 91 asociaciones consiguieron realizarla en octubre y al mes siguiente lanzaron el llamamiento “Los vecinos de Madrid por las Libertades”. En muchos barrios o distritos se formaron coordinadoras de zona de entidades ciudadanas y se establecieron lazos solidarios con el nuevo movimiento obrero, sobre todo en la lucha contra la carestía. El movimiento destacó por sus respuestas innovadoras a la crisis urbana de la capital en la solución al chabolismo, otorgando suelo urbano y nuevas viviendas en propiedad, en la creación de mini parques y plazas para aliviar la extraordinaria densidad urbana de la ciudad, como también en la recuperación de fiestas populares y la salvación de patrimonio histórico en peligro. Para rememorar desde la ficción literaria el Madrid de barrio en la Transición recomendamos la lectura de Nunca voló tan alto tu televisor, de Silvia Nanclares (Lengua de Trapo, 2025 colección Episodios Nacionales), protagonizada por una mujer de Moratalaz.
En diciembre de 1976 había 65 asociaciones en Vizcaya, 50 en el Gran Bilbao, la mayoría aún entonces sin legalizar. Se reunían periódicamente en una Asamblea de Asociaciones, tampoco legal. Agrupaban a unas 30 mil personas inscritas. Eran una parte de la abigarrada vida asociativa deportiva y cultural de los barrios populares característica de Bilbao. Muchas asociaciones se constituyeron a partir de núcleos originarios del movimiento obrero golpeados por el ciclo represivo de 1967 a 1969, apoyándose a menudo en la Iglesia para obtener locales y cobertura legal. A la inversa, el movimiento obrero buscaba en los conflictos laborales la solidaridad de las asociaciones. La militancia política y sindical antifranquista se hizo presente cada vez más desde 1974, con campañas por la amnistía y los ayuntamientos democráticos. El Colegio Oficial de Arquitectos Vasconavarro (COAVN) puso su taller de arquitectura al servicio del movimiento. En la quiebra de legitimidad de los ayuntamientos franquistas destacó la situación de Euskadi con muchas dimisiones y la formación del Grupo de Bergara, formado por 67 alcaldes. Hitos como el Libro Negro de Recalde fue la punta de lanza para la dimisión de la alcaldesa bilbaína Pilar Careaga en 1975. Puede consultarse con mucha otra y diversa documentación en la web del BBPM, una magnífica iniciativa que presta especial atención al activismo de las mujeres. En la introducción a esta web leemos:
Hablamos de la lucha de las mujeres al frente de las reivindicaciones ciudadanas en los duros años del franquismo o de los trabajadores de “Bandas” que contaron con todo el apoyo popular de los barrios para desarrollar su histórica huelga, pero también de las mujeres – amas de casa les decían – que con su trabajo y actitud en el día a día sacaban/sacan adelante a sus familias, a veces trabajando en casa y, casi siempre, trabajando en casa y fuera. También hablamos de los curas en los barrios obreros, que desde su compromiso cristiano cubrieron los déficits de la dictadura en el campo de la enseñanza. Sin olvidarnos de los jóvenes que dedican su tiempo libre a los demás como monitores de colonias o clubes juveniles – primeras escuelas de formación antifranquista – o de la lucha de las madres contra la droga. ¡Hay tantas, tantos de quien hablar!
El historiador José Antonio Pérez se ha ocupado de recuperar la memoria de aquellas mujeres trabajadoras del Gran Bilbao en su aportación al libro Del hogar a la huelga: trabajo, género y movimiento obrero durante el franquismo (2007).
Volvemos a Valencia. Según Jordi Borja (1977), en 1974 existían solo 10 asociaciones de vecinos en Valencia y su provincia, en 1975 eran ya 25 y en 1976 llegaban a 100. La gran mayoría estaban «en trámite» a fines de 1976, cuando se formó la Coordinadora de AAVV de l’Horta, en la que participaban regularmente 55 AA.VV., 21 de Valencia ciudad, presidida por Marcial López y con Just Ramírez como vicepresidente. López era un dominico de larga trayectoria pletórica de iniciativas de compromiso social y Just Ramírez era arquitecto urbanista y el dirigente del MC en Valencia. Junto a Just Ramírez trabajaba Carles Dolç, autor de una reciente monografía sobre la lucha por el Saler y el Turia (2021). La experiencia de vecinas y vecinos en el movimiento de barrios fue un aprendizaje. Carles Dolç recoge por ejemplo el testimonio de Dolores García Cantús, militante comunista en la asociación de la Dehesa, sobre el uso de dos libros de actas, el oficial que se pasaba a visar por el Movimiento y el real que recogía lo que de verdad se hablaba en las reuniones. 1976 fue el año decisivo para la ruptura, la percepción de que se podía y se debía forzar e imponer el tránsito a un régimen de libertades. Se observa en el cambio de actitudes entre la campaña El Saler per al poble, que consiguió detener en el verano de 1974 los planes de privatización de la Dehesa, y la posterior campaña El Túria és nostre i el volem verd, que en 1976 le tomó el relevo. En la presentación pública de candidatos de los partidos de izquierdas en las primeras elecciones de la democracia, la experiencia de la inmigración y la represión, así como la militancia en CC.OO. y en el movimiento vecinal, solían darse a conocer después de años de lucha clandestina. Las conexiones entre movimiento vecinal y obrero, entre el barrio y la fábrica, fueron múltiples e intensas. Lo muestra una simple lectura de los boletines de las asociaciones y un caso paradigmático podría ser el de la Malvarrosa, cuya asociación fue clausurada por solidarizarse con los huelguistas de astilleros, vecinos del barrio en su mayoría, en enero de 1974, episodio que ha explicado José Durbán en el volumen I de Rutas de la Memoria Obrera editado por la FEIS.
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