Este espacio pretende reivindicar la memoria obrera, sus luchas, organizaciones y protagonistas, desde el convencimiento de que el movimiento sindical fue clave en la reconstrucción de la razón democrática, articulando la defensa de sus demandas sociales y económicas con la exigencia de libertades civiles.
Del barrio a la fábrica (1)
En el marco de las actividades y publicaciones del programa “España en libertad (1975-2025)”, promovido por el Ministerio de Política Territorial y Memoria Democrática, en la Universidad del País Vasco se celebraron recientemente las Jornadas sobre “Una sociedad en movimiento: la reorganización de la trama ciudadana desde los movimientos sociales”, en las que participamos con una ponencia sobre el asociacionismo vecinal y sus conexiones con el movimiento obrero y el emergente feminismo social, de la que seguidamente presentamos las aportaciones más significativas, con especial referencia al ámbito valenciano.
Las asociaciones de vecinos han recibido. frecuentemente, una consideración secundaria en el contexto de los movimientos sociales de oposición a la dictadura de Franco. Mientras que el estudiantil ha sido reivindicado por sus propios protagonistas, todos muy letrados y el sindicalismo obrero sostiene una política activa de la memoria (en el caso de CCOO al menos desde 1986), el asociacionismo vecinal goza de peor fortuna. Ello puede tener que ver con el carácter más prosaico, localista y circunstancial de sus reivindicaciones, a su funcionamiento en coordinadoras muy diversas y a un muy precario reconocimiento institucional en democracia. Lo cierto es que fue un movimiento protagonizado en gran medida por las mujeres de barrios obreros. Ofreció espacios de actuación a la militancia antifranquista, que estaba detrás de muchas iniciativas asociativas, también a economistas y jóvenes profesionales de la abogacía y del urbanismo, puso contra las cuerdas a las últimas corporaciones franquistas y, ante todo, planteó una reapropiación popular de la ciudad como bien común, con planes alternativos a los del capitalismo depredador en su versión franquista. En la década de 1980, reivindicaciones del movimiento ciudadano quedaron en buena medida recogidas en los primeros planes de ordenación urbana de la democracia. En Valencia debemos al movimiento vecinal y ciudadano de la Transición la quiebra de la “ciudad monstruo” desarrollista y su alternativa en el Plan General de 1988, con el Jardín del Turia como eje vertebrador.
En esta primera entrega de la serie que hemos titulado Entre el barrio y la fábrica, nos ocuparemos del contexto y la historia del movimiento vecinal. En un segundo artículo analizamos esta experiencia participativa como escuela de ciudadanía y sus vínculos con el movimiento obrero. En un tercer y último artículo de la serie, la historiadora Vicenta Verdugo trata desde una perspectiva de género de la implicación de las mujeres en la lucha de los barrios. Frente la mercantilización de la ciudad y de todas las necesidades, que nos reduce a la condición de sujetos consumidores explotados por las oligarquías de los fondos de inversión y las redes sociales, el movimiento vecinal y ciudadano de los años 1970 sigue siendo un referente de reapropiación de la ciudad para el bien común.
Capitalismo urbano y excepción española
Entre los autores que fueron un referente en particular para los profesionales que militaron en el movimiento vecinal durante la Transición destacan Manuel Castells y Jordi Borja. Ambos han escrito sobre temas de sociología, política y urbanismo hasta la actualidad. En 1986, a los 10 años del inicio de la Transición, hicieron balance de la experiencia del movimiento vecinal y ciudadano en sendas publicaciones, Manuel Castells en La ciudad y las masas. Sociología de los movimientos sociales urbanos (Madrid, Alianza, 1986) y Jordi Borja en Por unos municipios democráticos. Diez años de reflexión política y movimiento ciudadano (Madrid, Instituto de Estudios de Administración Local, 1986). Respecto a la literatura más actual, debemos destacar dos obras colectivas: Memoria ciudadana y movimiento vecinal, editada en 2008 por Vicente Pérez Quintana y Vicente y Pablo Sánchez León sobre Madrid, y ya plenamente en el ámbito de la historiografía, Construint la ciutat democrática, coordinada en 2010 por Carme Molinero y Pere Ysàs sobre el área de Barcelona. En general, el movimiento vecinal ha despertado un creciente interés desde 2008 y es el área catalana la que, con diferencia, mayor atención ha recibido. En la web del proyecto del Instituto de Historia del Tiempo Presente de la Universidad de Almería sobre el movimiento vecinal en esta ciudad y provincia andaluza encontramos una relación de 249 publicaciones editadas entre 1972 y 2023 (https://movimientovecinal.es/). Las áreas metropolitanas de la década de 1970 son objeto de 39 publicaciones en el caso de Cataluña, 16 en el de Madrid y 11 para Euskadi.
El movimiento vecinal fue parte central de un más amplio movimiento ciudadano, con un fuerte componente obrero pero también de clases medias y profesionales, no exclusivo de España. La protesta, la reivindicación y el asociacionismo urbano fueron un fenómeno común en la Europa capitalista de posguerra, impulsado en particular por las migraciones a áreas industriales en condiciones de falta de vivienda, infraestructuras y servicios. A estas carencias respondieron gobiernos y ayuntamientos con mejor o peor fortuna. Un ejemplo paradigmático son las banlieues francesas. La Italia de posguerra, con muchas comunas industriales gobernadas por el PCI, representa otra experiencia a la que prestaron atención nuestros activistas vecinales. Lo específico de ese fenómeno en la España franquista viene dado por el régimen de dictadura centralista en que vivíamos: vigilancia y represión sobre las iniciativas asociativas de los vecinos, ayuntamientos sin recursos ni autonomía, corporaciones locales conectadas con intereses especulativos a los que favorecían y de los que se beneficiaban, etc.
Efectivamente, el movimiento vecinal creció en España a partir de la denuncia que entidades diversas, primero, y las asociaciones de vecinos, después, hicieron de las precarias condiciones de las viviendas y de la inexistencia o insuficiencia de infraestructuras y de servicios públicos, una situación que era resultado de las políticas franquistas – o más bien de su ausencia – y de la especulación desbocada que las autoridades consintieron y de la que muchas participaron, lo que apunta a la corrupción inherente a la dictadura, fundada en favores y privilegios entre franquistas desde tiempos del estraperlo, normalizada por la falta de transparencia y controles democráticos. A su vez, los ayuntamientos eran el eslabón más débil del poder franquista, con alcaldes y corporaciones sin recursos, subordinados por completo al gobernador de turno, algo que, al igual que la tardía convocatoria de las primeras elecciones municipales democráticas en la Transición, puede tener relación con la mala experiencia que para la monarquía tuvieron las elecciones municipales de abril de 1931.
En su introducción de 2010 al libro colectivo sobre el movimiento vecinal barcelonés Construint la ciutat democràtica, los historiadores Carme Molinero i Pere Ysàs relacionan la eclosión de las reivindicaciones vecinales con las contradicciones de la dinámica política de la dictadura en los años 60 y 70. La emigración a Cataluña desde los años 50, a pesar de los esfuerzos contrarios de la dictadura, se convirtió en una espectacular oleada que dio lugar a la formación de barrios enteros sin previsión ni planificación alguna, bien en forma de chabolas sin agua corriente, alcantarillado o electricidad como las de Torre Baró que muestra la película El 47, o bien en forma de bloques de viviendas de construcción muy deficiente y sin dotaciones escolares o sanitarias. Era una situación sorprendente, dada la orientación intervencionista y controladora del Estado franquista.
Como explica el historiador Ismael Saz, la dictadura se sostenía desde sus orígenes sobre el arbitraje que ejercía Franco entre dos vertientes de la extrema derecha nacionalista española: la autoritaria de los monárquicos golpistas de Acción Española, por un lado, y la fascista pseudo-movilizadora de la Falange, por otro. La tensión entre el vector autoritario y el fascista otorgó una dinámica política a la dictadura, que buscaba sobrevivir a Franco, pero se estrelló con una fuerte contestación social al agotarse los réditos de la terrible represión de los primeros años. A resultas de la crisis de gobierno de 1957, el vector autoritario de los llamados “tecnócratas del Opus Dei” esperaba obtener con el crecimiento económico un amplio consentimiento. Por su parte los falangistas buscaron la adhesión popular mediante una cierta apertura muy controlada a la participación, mediante la Ley de Asociaciones de 1964, la eliminación de controles a la presentación de candidatos en las elecciones sindicales de 1966 y la Ley de Prensa o “Ley Fraga”, también de 1966. Tecnócratas y falangistas fracasaron en sus expectativas. Los tecnócratas no realizaron la reforma fiscal que necesitaba el sistema para atender las demandas generadas por el aluvión de población que se incorporaba a la industria y la vida urbana, el verticalismo vio crecer en su seno y en el mundo laboral el movimiento antifranquista de las CCOO, y la Ley Fraga cambió de hecho la censura previa por la autocensura. En definitiva, no se alteró la esencia clasista y represiva del régimen. El estado de excepción de 1969 y la reacción contra CCOO que culmina en el Proceso 1001 muestran el agotamiento en la capacidad evolutiva de la dictadura.
El nuevo movimiento ciudadano encontró cobertura legal en la Ley de Asociaciones de 1964, que buscaba regular el asociacionismo cultural, lúdico, deportivo y asistencial, permitido siempre que no fuese contrario “a los Principios Fundamentales del Movimiento”. Este último argumento fue muy utilizado para clausurar o mantener a muchas asociaciones en la ilegalidad. A propósito de Madrid, Manuel Castells (2008) rememora las “condiciones de libertad vigilada” en que llegó la democracia, con muchas asociaciones no autorizadas, sus militantes perseguidos y encarcelados, incluso asesinados, como sucedió el 24 de enero de 1977 a los abogados de la calle Atocha que asesoraban al movimiento de barrios de la periferia obrera de la capital.
El movimiento vecinal eclosionó con fuerza entre 1974 y 1977, pero entró en declive a partir de las primeras elecciones legislativas democráticas y más aún desde las municipales de 1979. Este declive ha sido motivo de un cierto debate sobre la relación con los partidos políticos y el reconocimiento institucional que han recibido las asociaciones de vecinos en la actual democracia. Para unos era el resultado natural del cambio radical del marco político de actuación del movimiento ciudadano: buena parte de sus activistas y líderes lo eran por su militancia en partidos políticos y abandonaron las asociaciones al ser cooptados en los nuevos ayuntamientos democráticos, desde los que actuaron como interlocutores para en gran medida hacer realidad las reivindicaciones vecinales. Para otros muy críticos como M. Castells, el problema radicaría, como tantas cosas que se atribuyen a herencias franquistas pero caen en el debe de la actual democracia, en cierta defensa o bloqueo practicado por los partidos respecto a una política más participativa de base representada por las asociaciones ciudadanas. Lo cierto es que incluso firmes adalides del movimiento ciudadano, entonces y ahora, como Jordi Borja (1977), reconocían ya a finales de 1976 el cambio radical de escenario político que se avecinaba con la llegada de la democracia, cambio que obligaría al movimiento vecinal a reinventarse. El fuerte primer impulso del movimiento, que provocó no pocas sonadas dimisiones de alcaldes franquistas, tenía empuje propio en realidades vividas por los habitantes de la ciudad en su entorno inmediato, pero también era el reflejo de su función vehicular del antifranquismo.
Desde la historiografía, Carme Molinero y Pere Ysàs, en De la hegemonía a la autodesctrucción: el PCE 1956-1982 (2017), a propósito del partido más organizado, con más militantes y mayor implicación en los movimientos sociales del antifranquismo, fuese el vecinal o CCOO, advierten que al llegar la legalidad su dirección no buscó la desmovilización. Más bien todo lo contrario, esa implicación era un capital propio que quiso conservar e incrementar, indispensable antes y después de 1977 para evitar su marginación política, “dando una relevancia especial a las asociaciones de vecinos, y profundizar en el papel de dichos movimientos para configurar formas de democracia de base no contrapuestas a la democracia representativa para lograr una sociedad organizada y movilizada”.
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