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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Nos dimos cuenta demasiado tarde

Ignacio Blanco

Al principio fue todo un descubrimiento, un bombazo que nos hizo millonarios. Algo tan simple como mezclar la fórmula del reality-show, muy explotada desde Gran Hermano, con el concurso musical de toda la vida, quién no recuerda Gente Joven o Lluvia de Estrellas. Conseguimos batir audiencias y blanquear la imagen de la cadena, porque Operación Junior era otra cosa, un programa familiar, sin sexo, sin chusma, sin más morbo que saber quién pasaría a la siguiente ronda, si el rubito angelical o la morena resalá. Hicimos escuela, nos copiaron pero no pudieron igualarnos; una temporada tras otra, OJ superó en share a todos sus competidores: La Voz de Oro, Mira quien Canta, La-La-La… Lanzamos al estrellato a jóvenes desconocidos que se hicieron ricos y famosos -más famosos pero menos ricos que nosotros, claro-; alguno ahí sigue, cantando en play-back pero con discos de platino y casa en Miami.

Después replicamos la fórmula con los concursos de baile. No superamos el pepinazo de OJ pero hicimos aún más caja, pues ya teníamos experiencia y supimos negociar con las televisiones para colocar un programa en cada cadena. Las viejas glorias que pusimos en circulación, quién se lo iba a decir, eran mucho más profesionales que cualquier niñato. Nosotros las rescatamos del olvido o del fango y ellas nos lo pagaron con creces. Quid pro quo. Merchandising, derechos de imagen, exclusivas en la prensa rosa… Del famoso, como del cerdo, se aprovecha todo.

Volvimos a petarlo con la cocina. ¡Parecía que la gente se había vuelto loca! Abuelas y nietos juntos entre fogones, abrazándose y llorando en todos los acentos peninsulares. No había quien se resistiera al fenómeno de Master Cook: batíamos todos los récords de audiencia, las marcas de alimentación pagaban lo que hiciera falta por colocar sus productos, los anunciantes se mataban por el minuto de oro antes de las eliminaciones… Y, por supuesto, dimos cada año las campanadas de Nochevieja.

Llegó un momento en que teníamos la sensación de poder hacer lo que quisiéramos. Y decidimos ir más allá. Si la gente se tragaba las tertulias-gallinero del sábado noche, ¿por qué no darle todos los días su dosis de política espectáculo a través de la telerrealidad? Si Chikilicuatre había llegado a Eurovisión, ¿por qué no podríamos conseguir nosotros entrar en el Congreso? Había tiempo suficiente hasta las elecciones de 2020. Creamos un partido, debidamente inscrito en el Ministerio del interior, y anunciamos un reality para hacer la selección de candidatos y de propuestas para el programa electoral. Había nacido Operación Presidente.

El impacto fue brutal, a todos los niveles. En los castings de preselección las colas superaron todo lo imaginable, se crearon comunidades virtuales de fans varios meses antes de la emisión del programa y, cuando empezamos a grabarlo, sufrimos diariamente filtraciones en los medios, lo que nos obligó a cambiar el formato a un directo 24 horas desde la casa de Guadalix de la Sierra. En las encuestas, nuestro partido –todavía sin nombre– superaba en intención de voto a todos los demás, tanto a los viejos como a los nuevos. Era un fenómeno sin parangón… y sin freno.

Tardamos demasiado en darnos cuenta de que aquello se nos había ido de las manos, que hemos generado un monstruo que puede devorarnos. En un clima de crispación social y de exacerbada xenofobia, alentada por los discursos y las políticas de Trump y los nuevos dirigentes europeos, arrasan los candidatos y las propuestas más impresentables desde el punto de vista político, moral e intelectual. Jugando a aprendices de brujo hemos creado la alternativa de extrema derecha que hasta ahora no había arraigado en España. Aunque tratamos de poner reglas de exclusión, e incluso de cancelar las emisiones, el grupo de comunicación propietario de la cadena ha hecho valer sus derechos contractuales para continuar el programa con otra productora. El fascismo televisivo sale muy rentable.

Se acercan las elecciones y tenemos miedo. Nosotros somos gente progresista, demócratas convencidos que sólo hacemos nuestro trabajo -y mucho dinero, es cierto- con fórmulas de entretenimiento para las masas. Ante todo, profesionales. Por eso estamos aquí ahora, encerrados en la casa de Guadalix, intentando aplicar toda nuestra inteligencia creativa para conseguir el antídoto: un nuevo programa de televisión de calidad, que triunfe entre la audiencia con un mensaje ilustrado, humanista y solidario. Pero no es fácil cuando hemos acostumbrado a la gente a la basura.

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