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20 de diciembre, manifestarse por el derecho a la vivienda

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Suele citarse el artículo 47 de la Constitución Española de 1978 como la garantía suprema del derecho a la vivienda. Sin embargo, una lectura atenta de su ubicación y redacción revela su primera gran limitación: al estar incluido en el Capítulo Tercero, dentro de los “Principios Rectores de la Política Social y Económica” y no en la Sección 1.ª del Título Primero (dedicado a los derechos fundamentales y libertades públicas), su naturaleza jurídica es radicalmente diferente. No es un derecho subjetivo de aplicación directa e inmediata, sino un mandato de actuación para los poderes públicos. Esto implica que su exigibilidad ante los tribunales es muy limitada, quedando supeditada al desarrollo legislativo. Como señala la doctrina constitucional, se trata de un derecho de configuración legal, lo que en la práctica ha derivado en una protección fragmentaria e insuficiente, sujeta a los vaivenes políticos y a la prioridad presupuestaria.

La propia redacción del artículo introduce una segunda capa de complejidad al emplear conceptos jurídicos indeterminados como “vivienda digna y adecuada”. Esta indeterminación ha permitido una interpretación laxa y mercantilizada del término. Así, para parte del sector inmobiliario, microviviendas de 20-25 m², con alturas inferiores a 2,10 metros y sin ventilación natural suficiente e incluso inexistente, pueden ser publicitadas como “acogedoras” o “eficientes”, burlando el espíritu constitucional. El Estado, en lugar de definir reglamentariamente unos estándares mínimos vinculantes de dignidad (superficie útil, condiciones de salubridad, insolación) que materialicen este precepto, ha permitido que el mercado, en muchos casos, establezca su propio y deplorable baremo. Una medida concreta y efectiva para revertir esto sería, efectivamente, la imposición de sanciones disuasorias a los propietarios y, especialmente, a las plataformas digitales que lucran con la publicación y transacción de este tipo de alojamientos, obligándolas a ejercer un control activo. Pero para esto hace falta que haya voluntad política y medios humanos para vigilarlo.

El núcleo duro y a menudo olvidado del artículo 47 no es solo la vivienda como objeto, sino el marco estructural que debe garantizarla. El texto impone al Estado tres obligaciones taxativas: Regular la utilización del suelo, atender al interés general, e impedir la especulación. La primera se cumple formalmente a través de leyes del suelo y planes urbanísticos, aunque a menudo al servicio de intereses particulares. La segunda, “atender al interés general”, se ha vaciado de contenido hasta equipararse, en la práctica, con la facilitación de la rentabilidad del capital inmobiliario y financiero, legitimando cíclicas burbujas que socializan pérdidas y privatizan ganancias. Hubiera sido más preciso –y socialmente justo– que la constitución priorizara de manera explícita el interés colectivo y de la mayoría social, subordinando el derecho a la libre empresa (art. 38) a esta finalidad superior, como ocurre en otros ordenamientos que entienden la vivienda como un bien de dominio público social.

Es en el tercer mandato, “impedir la especulación”, donde el fracaso es más estrepitoso y constitucionalmente grave. No es una sugerencia, sino una orden expresa cuyo incumplimiento es sistemático y flagrante. El artículo 47 establece un círculo virtuoso: para impedir la especulación, se promoverán condiciones, se establecerán normas y se regulará el suelo. La especulación inmobiliaria no es un fenómeno abstracto; tiene mecanismos concretos: la compra para revender (flipping), el mantenimiento de viviendas vacías en expectativa de revalorización (España supera las 3 millones), la conversión de vivienda permanente en alojamiento turístico masivo y la financiarización del mercado, donde grandes fondos de inversión tratan las viviendas como activos financieros más que como hogares. El ejemplo de un piso en Ciutat Vella que en seis años pasó de comprarse por 350.000€ y que se pretende vender por 780.000€, sin que haya tenido un uso habitual), no es una anécdota, sino el síntoma de un modelo urbanístico constitucionalmente desviado.

Finalmente, el artículo de la constitución prevé un mecanismo clave de justicia redistributiva: “La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos”. Este principio, inspirado en la doctrina de la captura de valor urbanístico, busca que los beneficios generados por decisiones públicas (un nuevo metro, una recalificación, mejoras urbanas) reviertan en la colectividad que las hace posibles. Sin embargo, su aplicación es tímida y está llena de fugas. Las plusvalías municipales gravan solo una parte de estas ganancias, y quedan fuera fenómenos igualmente generadores de valor, como las políticas turísticas agresivas o las inversiones en infraestructuras que revalorizan barrios enteros, beneficiando principalmente a los propietarios originales y a los inversores, y contribuyendo a procesos de gentrificación y expulsión de la población original.

En conclusión, el artículo 47 contiene, en potencia, un programa constitucional antiespeculativo claro. Su problema no es su redacción, sino la voluntad política de desactivarlo. Exige una intervención pública contundente en el mercado del suelo (revisando su calificación y usos), una fiscalidad agresiva sobre la vivienda vacía y la reventa rápida, la definición legal imperativa de “dignidad” y, sobre todo, la voluntad de priorizar el acceso a la vivienda como derecho fundamental frente a su tratamiento como activo financiero. Quienes tienen la capacidad normativa –Gobierno, Parlamento, comunidades autónomas, ayuntamientos– tienen también, hoy más que nunca, el deber constitucional de actuar. La inacción continuada no es neutral; es una forma activa de vulnerar el mandato constitucional y de alimentar una crisis social de primera magnitud.

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