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Resacón en Caja Madrid

Simón Alegre

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Decía Santiago Segura el pasado domingo que decidió proyectar las nuevas desventuras de José Luis Torrente en el futuro porque el hedor que desprendía la coyuntura presente hacía que la realidad superase la ficción de los escenarios que se planteaba.

El caso de las tarjetas opacas ha venido a cargar de mayor razón los argumentos del cineasta madrileño. Resulta complicado imaginar un latrocinio más denigrante y alevoso. Con el agravante de haberse cometido en una entidad rescatada con dinero público y durante una época de crisis galopante y recortes generalizados.

La articulación de una democracia consociativa en España constituye una de les herencias más acusadas de la Transición. Hasta que llegó la crisis estructural, no se habían advertido grandes protestas contra este modelo sociopolítico. Es como si la erosión de los bolsillos del personal hubiera desatado una demanda de empoderamiento, como estadio posterior a la indignación.

La democracia consociativa desactiva la movilización ciudadana y legitima un cártel de organizaciones (partidos, bancos y sindicatos, básicamente) como detentadores de los resortes de poder del Estado. Mientras las vacas gordas pastaban por las praderas hispanas, quienes no se conformaban con este estado de las cosas no tenían manera de atraer hacia la democracia participativa a los que aceptaban las condiciones del pacto tácito. El vecindario, en general, pasaba bastante de política. El CIS es testigo.

Y fue así como las mentadas organizaciones, con sus privilegios blindados de consuno, domesticaron la agenda para adaptarla a sus intereses y establecieron un régimen de copropiedad estatal para el sector financiero. Erigieron un altar en honor a Juan Palomo y tejieron unas redes clientelares y endogámicas que suponen la antítesis de la meritocracia y la deontología.

De aquellos polvos, estos lodos. Lo triste es que, en plena crisis de desafección política, es cuando más necesitamos a los políticos. No resulta precisamente populista reivindicar una dignificación de la política que, obviamente, conlleva sus costes. Si no garantizamos la independencia del político con un sueldo suficiente, el ejercicio de su actividad propia devendría en plutocracia. Es decir, sólo los adinerados podrían ocuparse de la política, con el consecuente sesgo. Por otra parte, conviene que los que se han de dedicar a resolver los problemas de toda una sociedad no tengan que estar ganándose las habichuelas mediante el pluriempleo. La empresa exige dedicación plena.

La lacerante afrenta de las tarjetas opacas no puede, en absoluto, justificarse en base a los parámetros antedichos. Los mínimos económicos para el desempeño de la praxis política deben complementarse con garantías de estatus. Con facultades y medios que permitan ejercer en condiciones idóneas el ejercicio de la representación de los mandantes.

En estos capítulos no se incluyen, ni por asomo, desafueros como la compra de armas, los viajes de placer, el despilfarro en francachelas o la ostentación de joyería y otros artículos fastuosos.

“No es eso, no es eso”, reverbera, como una letanía insoportable, a fuer de machacona y manida, la máxima de Ortega y Gasset.

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