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Lo que significa Francia

Ignacio Blanco

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Ayer el Ayuntamiento de Madrid homenajeó a “La Nueve”, la compañía de republicanos españoles que encabezó la liberación de París de los nazis. Un hecho histórico que en cualquier otro país hubiera sido reivindicado con orgullo patrio –¿alguien se imagina cuántas películas habría hecho Hollywood si esos “héroes” fueran americanos?– pero que en España ha tardado más de setenta años en empezar a ser reconocido. Aquí sigue incomprensiblemente pendiente de cumplirse la resolución aprobada por unamidad en las Cortes Valencianas en 2014, que insta al Consell a rendir homenaje “a todos los españoles que lucharon por la libertad y la democracia en la Segunda Guerra Mundial y, en especial, al valenciano Amado Granell, teniente de La Nueve”. De momento, los mejores reconocimientos que se le han hecho en su tierra no son oficiales sino particulares, destacando el magnífico libro ilustrado de Paco Roca “Los Surcos del Azar” y un fascinante mural en el patio del Instituto Francés de Valencia.

Si importante fue esa contribución española a la historia reciente de Francia, mucho más ha significado el país vecino para nosotros durante los últimos tres siglos. Desde la victoria borbónica en la Guerra de Sucesión, que impuso el centralismo uniformizador que aún hoy late bajo la piel del estado autonómico, hasta los símbolos de su tradición republicana, asumida por nuestras minorías progresistas, Francia ha sido siempre una referencia insoslayable en la política española, sin parangón con ningún otro país de nuestro entorno. Aquí hemos tenido “afrancesados” y una “Guerra del francés”, versiones de La Marsellesa y La Internacional, exiliados en Toulousse e intelectuales en París... Para rematarlo, la geografía ha condicionado la historia –trágica– y por ende la mitología –épica y lírica– de todas las generaciones de militantes de izquierdas desde la Guerra Civil. Lo ejemplifica alguien que no ha podido contener las lágrimas al cruzar la frontera de Portbou y que ha honrado las tumbas de Machado en Colliure y Azaña en Montauban.

Pues bien, una vez más, Francia vuelve a ser nuestra mayor referencia política con motivo de las elecciones presidenciales cuya primera vuelta se celebra domingo. Tras el Brexit y la victoria de Trump, y con los sustos de Austria y Holanda aún metidos en el cuerpo, se juega allí la batalla aparentemente definitiva entre los dos modelos que –con otros nombres eufemísticos– se le ofrecen a una población cada vez más desorientada: el neoliberalismo (Macron) y el neofascismo (Le Pen). Pero en realidad lo que se disputa va mucho más allá, es toda una guerra contra la democracia y los derechos sociales en la que ambos comparten el mismo bando aunque ataquen con diferente artillería y desde diferentes flancos. Como única resistencia se erige, enarbolando la bandera de la Francia Insumisa, el candidato izquierdista Jean Luc Mélenchon –por cierto, hijo también del exilio republicano español–, que está protagonizando una sorprendente remontada demoscópica que el domingo veremos si se confirma en “desborde”.

Tuve ocasión de conocer y tratar a Mélenchon hace cuatro años, cuando dio en Valencia una charla como eurodiputado del Grupo de la Izquierda Europea y candidato presidencial –que había sido– del Front de Gauche. Me impresionó su intervención, íntegramente en castellano, tanto en la forma como en el fondo. Claro, directo, teatral, divertido, pedagógico... y firmemente comprometido con “la radicalidad concreta” como nexo de unión de organizaciones y personas de procedencias ideológicas diversas pero que pueden y deben confluir en la defensa de un denominador común que hoy en día suena revolucionario: los Derechos Humanos.

Nos dijo aquel día Mélenchon que “no se trata de renunciar a nuestros sueños, sino de concretarlos”. Concretamente, yo ahora sueño con que él dé la sorpresa y derrote a los grandes poderes económicos y a la extrema derecha xenófoba para que quienes aspiramos a la libertad, la igualdad y la fraternidad podamos volver a afrancesarnos.

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