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La sombra de Trento

Marcos García

La fama de los países se parece mucho a la de las personas. Del mismo modo que una persona rara vez puede cambiar su reputación, una vez que una nación ha recibido determinada etiqueta es tremendamente difícil escapar de ella. España ha recibido en los últimos años muchos apelativos desfavorables vinculados a la corrupción y el atraso, pero la nueva ley del aborto ha revivido uno que llevaba tiempo en desuso y que, precisamente, recupera parte de esa fama: el del integrismo religioso y dogmático. La nueva ley ha revivido en la prensa Europea esa imagen de nación atrasada y ultraconservadora con la que los vecinos del Norte identificaban a España desde los tiempos de Felipe II. Y hay que reconocer que razón no les falta.

A raíz de estos artículos he recordado una entrevista de Iñaki Gabilondo a Arturo Pérez Reverte en la que el escritor y el periodista hablaban de la España del Siglo XVI que optó por dejar pasar el tren de la modernización para cederle a la Iglesia la potestad de decidir qué era lícito y moral. Fueron los tiempos de la Contrarreforma y el Concilio de Trento en los que el Catolicismo se enrocó en dogmas que apenas hoy en día ha modificado.

España nunca ha logrado liberarse del todo de ese complejo de servidumbre religiosa. De hecho, y pese a la pretendida laicidad del Estado a la que apela la Constitución, el país colabora abiertamente con la Santa Sede en virtud de un concordato que se firmó en las postrimerías del franquismo. No es la única. En aras de la igualdad hay otros acuerdos con otras religiones. Para mantener una apariencia de igualdad existe la buena voluntad de permitir a todas las creencias determinados comportamientos siempre y cuando estos no atenten abiertamente contra los demás ¿pero dónde se establece el límite? Hoy en día se permite, por ejemplo, incumplir las normas de salubridad y de bienestar animal en los sacrificios Halal y Kosher.

En España estos casos no dejan de ser comportamientos minoritarios pero están amparados por el mismo principio que, desde mi punto de vista, ha llevado al gobierno a promulgar la nueva ley del aborto: la religión es un motivo válido para reinterpretar una ley, permitir una excepción o, lo que es peor, imponer una normativa que se basa únicamente en un criterio ideológico.

Cualquiera que sea padre sabe que el del aborto no es un tema fácil de abordar. Y estoy dispuesto a reconocer que el sistema de plazos que hasta ahora teníamos era vago e irreal. Pero me parece impensable llegar a tratar la interrupción del embarazo como un comportamiento punible, sin atender a las circunstancias que lo rodean y convertir a los médicos que lo asistan en criminales. Sobre todo teniendo en cuenta que dicha reforma legal no obedece a criterios científicos, ni busca sensibles mejoras sociales. Se trata únicamente de la imposición de las creencias de una minoría sobre el resto de la sociedad.

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