Ana Zamora estrena en un monasterio derruido su obra de teatro más fervientemente creyente
En Pelayos de la Presa, en este monasterio del siglo XII de la Orden Cisterciense, ha tenido lugar la nueva aventura de la compañía segoviana Nao d’amores, dirigida por Ana Zamora, Premio Nacional de Teatro en 2023. Una propuesta, producida por los Teatros del Canal, que tuvo lugar en los restos que quedan de la iglesia, en sus ábsides, en el claustro y sus pandas y en la nave de este gran ejemplo del románico medieval madrileño. Un verdadero ritual a través de los sonidos encontrados y recreados de una época donde la fe cristiana volvía a sus orígenes.
Entre las ruinas imponentes de uno de los faros de la fe cristiana del medievo, el elenco de la compañía fue representando varias escenas con textos de Gonzalo de Berceo, cantos recobrados de la época y música de percusiones, chirimías, cromornos, regales, fídulas, salterios y otros instrumentos de la época. Escenas de un cristianismo luminoso que recreaban pasajes en torno a la Virgen María, la eucaristía, la muerte de Cristo y su resurrección.
El público fue transitando con los actores el espacio, parándose para cada escena en un rincón diferente, llevados por un ritmo lento, ritual de percusiones realizadas en maderas y tambores. Un público que pudo sentirse chocado ante la religiosidad de la pieza. No es habitual ver una propuesta teatral de pura investigación con una entrega tan clara a la fe cristiana. Tan evidente como la defensa del pueblito de vallas blancas donde reside Dios frente al páramo de la moral urbana en el tema God is in the house de Nick Cave, lo fue la apuesta de Nao d’amores por un teatro y una concepción del mundo donde quepa la trascendencia y la fe. En Hacia ecos de lo sagrado, las escenas no se representan como rescate de un teatro o tiempo histórico pasado, sino que se viven y se comparten.
Es importante el acercamiento de Nao d’amores a este cristianismo primero que bebe en las fuentes del Císter, orden instaurada en el siglo XI, pero que se remonta los principios de la orden benedictina del siglo VI que promulga el voto de pobreza y el trabajo como fuente de subsistencia. Y lo es más en un momento donde hay, en teatro y otras artes, una proliferación de trabajos sobre la mística, sobre todo la española del siglo XVI. Una corriente que no está exenta de amor a lo florido y reacción de una sociedad posindustrial donde el individuo, cada vez en más soledad, ve en movimientos tántricos y ansias de trascendencia una respuesta.
El montaje de Nao d’amores es luminoso y en él destaca la alegría de todos los intérpretes, una alegría de vivir en comunidad, de compartir el deleite de la creación y el estar vivos. Para esa alegría es fundamental la musicalidad de los textos de Berceo, como los de El duelo de la Virgen, por ejemplo, que son el culmen del mester de clerecía y donde la palabra está llena de gozo y dolor. Los actores, especialmente Elena Rayos, Carlos Seguí, Rafa Ortiz y Alejandro Pau, imprimen una vitalidad y carnalidad a estos poemas medievales que consiguen resucitarlos, valga la palabra.
Pero esta obra recoge, no solo la intención de Zamora en indagar la fe cristiana antes de tantos sínodos, encíclicas, guerras, inquisiciones, divisiones y dogmatismos; sino también la de volver a los inicios, al nacimiento del teatro en España. Ya estrenó esta compañía un impresionante Auto de los Reyes Magos, que es la primera obra teatral en castellano. Aquí vuelve a sobrevolar el intento de trasponerse a ese momento inicial para indagar el sentido del hecho escénico y el actuar.
El viaje es de total inmersión, se recobran cantos como el Códex del siglo XII de las monjas de clausura de Las Huelgas, se tocan instrumentos ya casi desaparecidos y se intenta estar, sentir y decir en escena de una manera primigenia, esencial, encontrada. No hay remembranza de algo que tampoco se sabe cómo se hizo, sino inspiración renovadora.
Dice Ana Zamora que para este proyecto también ha indagado en el teatro pobre del polaco Jerzy Grotowski, que buscaba al actor esencial, la “santidad del actor” que tiene una entrega total y autenticidad, pero no en un sentido religioso sino a través de la exploración personal y física. No se parece en nada la forma de actuar en esta obra a aquella de Grotowskiy, más corporal, expresionista y oscura. La actuación en Hacia ecos de lo sagrado surge más desde la musicalidad y versificación del texto, pero se entiende esa búsqueda.
Destaca en la obra la figura del padre espiritual de la Orden del Císter, el francés Bernardo de Claraval, que es interpretado por el bilbaíno Juan Diaz de Corcuera Herrador. Él, junto a la Virgen María, Elena Rayos, guiará como Virgilio en la Divina Comedia de Dante, pero en vez hacia los nueve círculos del infierno, hacia la iluminación. Lo hará a través del canto, con voz quieta y agraciada y ayudado de un cayado.
La resurrección
Tras una escena díscola tratada con humor sobre el apocalipsis, la obra alcanza su culmen cuando se llega a la nave central de la iglesia. Allí ya el público arrastra el sonido del rito y el ritmo ceremonial de la pieza. Está, en cierto modo, acompasado, dispuesto. Preparado para abordar el núcleo de la creencia cristiana: la resurrección.
Cuando Pablo de Tarso llegó a Atenas por primera vez, al Areópago, fue bien recibido. Allí pudo contar quien era el “dios desconocido” y sus enseñanzas. Estoicos y epicúreos lo escucharon con atención, incluso verdadero interés, hasta que Pablo habló de la resurrección de Cristo. En ese momento tacharon de hechicero nigromántico y lo medio echaron. En la resurrección de Cristo, posiblemente, radica la mayor radicalidad, incluso hoy, de la fe cristiana. La capacidad de salvar a la muerte.
En este trance, Zamora, arropada por la impresionante nave de Santa María la Real, una nave sin techado, con tan solo los arcos en pie y donde se podían ver las estrellas en una noche de luna llena, acometió una de las escenas más bellas de la obra, pero también de las más disruptivas con la tradición cristiana.
Se escenifica el embalsamiento de Cristo y como Pedro, Santiago y Juan se quedan dormidos velándolo. Pero Jesús no resucita en su cuerpo, sino que se convierte en un recién nacido en brazos de María. No vemos el cuerpo de Cristo resucitado, sino a Cristo resucitado en una nueva vida. El mensaje de la resurrección se modifica, pasando de la literalidad a lo metafórico donde la muerte no es el final, sino que es, a su vez, generador de vida. Potente mensaje que quizá incluso los estoicos del siglo I hubieran aceptado y que seguro hoy tiene una mayor aceptación en la sociedad actual, también la laica.
A partir de ahí, el final es maravilloso. El nuevo Cristo resucitado, ese recién nacido que María mece en sus brazos, se transforma en una pequeña esfera de la que se desprende un hilo que llega hasta la boca de Bernardo de Claraval, quien lo acoge como los apóstoles acogieron el Espíritu Santo en forma de lengua de fuego. Sigue irradiando hilos esa esfera, que queda como un ojo que todo lo ve prendido al cayado de Claraval, hilos que el elenco utiliza para formar un baile folklórico y comunal. El pueblo unido bajo un Dios no antropomórfico, más próximo a ese cristianismo primitivo, originario, a quien quiere acercarse la obra. Más cerca del logos que rige y da vida que del Dios temido del Pentateuco.
Así acaba el experimento de esta Nick Cave de las tablas, Ana Zamora, y su troupe. Experimento que estará en función hasta el domingo y que el día 18 tendrá otras tres representaciones en un nuevo emplazamiento: el Monasterio de Santa María de la Sierra, en Collado Hermoso, Segovia. Una obra que se aleja de liturgias constreñidas, de parafernalia y aparataje para entregarnos una pieza que se enfrenta a lo que hay de divino en el hombre y la Tierra. Nao d’amores es la otra cara de la luna de esa otra gran compañía del teatro creyente de este país, La Zaranda.
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