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Perseguidas por ser transexuales en Uganda: “Le dijeron a mi padre que debían matarme”

Desde que supieron que Shakira era transexual no ha hablado con su padre, ni con la mayoría de sus hermanos.

Pablo Moraga

Kampala (Uganda) —

Mientras caminaba hacia su casa, Shakira tuvo un presentimiento extraño. Echó un vistazo a su alrededor y no encontró nada raro. En Kampala, la capital de Uganda, el sol era temible y las motocicletas y las furgonetas de tránsito de pasajeros inundaban las calles, como siempre.

Shakira aún no sabía que una fotografía estaba a punto de cambiar su vida.

“Mis familiares y los miembros de mi clan descubrieron que era transexual. Estaban esperándome en casa. En cuanto llegué comenzaron a insultarme. Intenté explicarles todo, pero mi tío me interrumpió y le dijo a mi padre que debían matarme”, recuerda en una conversación con eldiario.es.

Shakira escapó esa tarde. En Uganda, las autoridades gubernamentales se esfuerzan por perseguir y castigar a la comunidad LGTB, y Shakira sabía que pocas personas le ayudarían. Ella tenía 19 años. Se escondió en la casa de un amigo. Abandonó el instituto. Desde entonces no ha hablado con su padre, ni con la mayoría de sus hermanos, y muchas noches se ha acostado sin probar un bocado: quedó confinada a una existencia que ni siquiera había imaginado antes.

De “asunto privado” a delito

La homosexualidad era frecuente en muchos pueblos africanos precoloniales. Las personas LGTB no eran perseguidas. En el siglo XIX, los británicos introdujeron en su imperio los códigos sociales extremadamente conservadores de la época victoriana, incluyendo leyes contra la homosexualidad y la sodomía. Los invasores impusieron con éxito la idea de que las religiones y las normas sociales occidentales eran las únicas válidas. En 1950, la administración colonial británica de Uganda penalizó con hasta siete años de cárcel las relaciones carnales entre personas del mismo sexo.

Todos los gobiernos postcoloniales mantuvieron las leyes británicas que castigaban la homosexualidad, pero los ugandeses las ignoraron durante mucho tiempo: la homosexualidad era un asunto privado. Esta situación cambió en 2009, cuando un grupo de líderes religiosos y políticos de Uganda comenzó una campaña homofóbica violenta, influidos sobre todo por pastores evangelistas estadounidenses, como Scott Lively.

Los pastores evangelistas se asentaron en Uganda después de la caída del régimen de Idi Amín. Su misión era “frenar el posible avance del comunismo y de la URSS” en África. Gastaron millones de dólares para construir escuelas, orfanatos e iglesias, y en la actualidad disfrutan de una influencia enorme en la política y en la sociedad ugandesas. Algunos pastores tienen tantos seguidores como los cantantes más famosos, sus canciones se escuchan por todas partes, incluso en algunas discotecas, y han modificado leyes.

Ahora los líderes cristianos y musulmanes imitan los discursos homofóbicos de los pastores evangelistas. En Uganda el 95% considera que la religión es muy importante en sus vidas, y pocos cuestionan las ideas que escuchan en las mezquitas e iglesias. Una encuesta reciente descubrió que el 96% de los ugandeses no tolera la homosexualidad.

Yoweri Museveni –el presidente de Uganda desde 1986, un líder autócrata, acusado por los grupos de derechos humanos de reprimir a la oposición y los manifestantes con violencia– también utilizó los discursos homofóbicos para aumentar su popularidad.

En 2014, Museveni aprobó una ley que castiga a los “homosexuales reincidentes” con la cadena perpetua. Fue en un acto multitudinario. Seis meses después el Tribunal Constitucional la anuló debido a un error durante su votación en el Parlamento, pero ya era demasiado tarde: la homofobia se había extendido por todo el país.

Ese año, Sexual Minorities Uganda (SMUG) documentó arrestos, ataques violentos, torturas, amenazas, despidos, desalojos forzados, discriminaciones familiares, negación al acceso de servicios sanitarios y otros abusos de los derechos de la comunidad LGTB. Museveni, mientras tanto, obtuvo los apoyos suficientes para derrotar a los oponentes de su partido y presentar su candidatura para las elecciones del 2016.

“Salí de la casa y me lanzaron piedras”

En enero del 2014, mientras los discursos homofóbicos se propagaban como un huracán en las iglesias, las calles, el parlamento y los medios de comunicación, Rihanna –23 años– fue detenida y acusada de ser homosexual. A las seis de la mañana, alrededor de 30 personas rodearon la casa de un amigo con el que Rihanna había pasado la noche y comenzaron a insultarlos. Gritaban que debían recoger sus cosas y marcharse de allí cuanto antes.

“Entonces salí de la casa y me lanzaron piedras. Me golpearon en la cabeza y perdí el conocimiento. Cuando abrí los ojos estaba en la celda de una comisaría de policía”, dice.

Tenía heridas y golpes en todo el cuerpo. Un médico le hizo un “análisis anal”, una prueba que algunas ONG consideran una forma de tortura. Estuvo una semana en una celda de la comisaría central de Kampala, en la que no le permitieron que sus padres ni los abogados la visitasen.

Rihanna escuchó por primera vez sus cargos en un tribunal: mantener presuntamente relaciones carnales con una persona del mismo sexo. El juez decidió trasladarla a la prisión de máxima seguridad de Luzira mientras tomaba una decisión.

En la cárcel los reclusos y los guardias la obligaban a desnudarse en público para comprobar “si era una mujer”. Se reían de ella. Le daban pienso para gallinas. Ningún preso le hablaba porque creían que entonces se convertirían en homosexuales. Dormía en el suelo porque sus compañeros de celda no la dejaban entrar en las habitaciones.

Cuando amanecía Rihanna se sentaba en un rincón discreto, sola, y esperaba que el tiempo pasase rápido. Rezaba mucho y pedía a Dios que todo terminase: “En una ocasión mi padre lloró en el tribunal. Y yo me sentí culpable. Me derrumbé. Estaba llorando por mi culpa, por lo que soy, y todos lo miraban”.

Rihanna permaneció seis meses en la prisión de Luzira. Después, los medios de comunicación publicaron sus fotografías durante semanas. Cuando caminaba por la calle muchos la señalaban. En ocasiones le tiraban piedras. Perdió su trabajo y el apoyo de su familia.

“Ni siquiera tenía 500 chelines [14 céntimos de euro] para comprar un cepillo de dientes. Me escondía en las casas de mis amigos. Tenía miedo de salir a la calle”.

Rihanna, ahora, ha alquilado una casa en el extrarradio de Kampala. Han pasado casi tres años, pero algunas noches aún se despierta preguntándose dónde diablos está. Piensa que está en la cárcel y suda y llora y tiembla y maldice mil veces su historia: “Mi madre ha muerto. Mi padre no quiere saber nada de mí. Todo ha cambiado. Me miro en el espejo y no puedo reconocerme”.

“Si no nos ayudamos entre nosotras, nadie lo hará”

Los miembros de la comunidad LGTB de Uganda son rechazados, y con frecuencia, perseguidos, por el Estado, los líderes religiosos, sus familias, sus comunidades; pero siguen luchando: denunciaron a Scott Lively en un tribunal estadounidense, organizan conferencias y eventos, publican informes, editan una revista anual. Rihanna y un grupo de amigos están preparando un proyecto para entregar microcréditos y asesoramiento técnico y legal a las personas transexuales más vulnerables.

“Queremos rescatar a nuestras compañeras que han sido rechazadas por sus familiares o han estado en la cárcel, para que tengan la posibilidad de comenzar una vida nueva. Sabemos que si no nos ayudamos entre nosotras, nadie lo va a hacer”.

El equipo trabaja desde hace meses y creen que este proyecto podría eliminar la homofobia en algunas comunidades: “Si nos escondemos nunca conseguiremos integrarnos en la sociedad. Tenemos que abrir tiendas y otros negocios. Que nos vean todos los días. De esta forma demostraremos que también somos personas”.

Obligada a prostituirse para sobrevivir

Después de caminar durante 15 o 20 minutos en un laberinto de calles de tierra, donde los niños juegan y chillan y las mujeres trabajan sin descanso –lavan sus ropas, cocinan con hornillos de barro en las puertas de sus casas–, Shakira nos abraza: “¡Bienvenidos!”, dice.

La casa es una habitación pequeña. Un catre y un colchón de matrimonio ocupan casi todo el espacio. Hay una mosquitera, dos alargadores en el suelo, cables, vestidos, un armario viejo. No hay ventanas y hace un calor de perros. En esta habitación viven cinco personas. Transexuales. Todas tienen menos de 20 años. Cuando sus familias descubrieron quiénes eran, las rechazaron de inmediato.

Shakira se ha sentado en el suelo. Dice que el día de Navidad encontró a sus hermanos en un mercado abarrotado. Ellos gritaron, la insultaron: “He hablado solamente con mi madre. Me dijo que me echaba de menos. Que me comprendía. Pero no podía hacer nada porque mi padre, el jefe de la casa, seguía enfadado”.

Durante mucho tiempo Shakira quiso estudiar y convertirse en una periodista especializada en moda. Pero sin el apoyo de sus padres no puede pagar las matrículas, y como muchas transexuales ugandesas, ahora se ve empujada a prostituirse para sobrevivir. “Los clientes me encuentran en Facebook. Suelen ser hombres mayores. Se ponen en contacto conmigo, negocian el precio, y después quedamos en algún hotel barato. Pasamos la noche juntos. Gano como 40.000 chelines” [aproximadamente, 11 euros].

Cuando las personas transexuales pierden sus trabajos o son expulsadas de las escuelas, a menudo deciden trabajar como prostitutas en los bares y en las calles de Kampala: no tienen otra opción.

Amnistía Internacional entrevistó a una prostituta transexual de Kampala que había estado detenida en más de 20 ocasiones y sufrió abusos sexuales y palizas por parte de la policía y otros reclusos. Antes de dejarla marchar, los policías exigieron sobornos. Otras transexuales dijeron a este medio que sus clientes casi siempre rechazaban los preservativos. Si intentaban negociar, las amenazaban con palizas, o con ser denunciadas.

“Mi vida era tan... normal. Tenía agua, luz, comida... Iba al instituto y mis padres me querían... Escuchaba música y navegaba en internet... Nunca imaginé que trabajaría como prostituta”.

Shakira es cristiana “renacida”, y acude a una iglesia evangélica todos los miércoles, reza con frecuencia: “Pido ayuda a Dios para convertirme en periodista. No quiero vivir como una fugitiva el resto de mi vida”.

En ocasiones los pastores gritan que los homosexuales tienen pactos con el demonio, o que comen los excrementos de sus parejas, y entonces Shakira intenta pensar en otras cosas: “A veces es doloroso. Pero bueno. Así es la vida, ¿no?”.

Sentada en el piso de su casa compartida, Shakira parece una chica tímida: habla despacio, la voz delgada, y tiene el pelo corto, pantalones morados, estrechos, una camiseta con escote. Pocos días después de aquella tarde de abril ganó un concurso de belleza, y unos amigos muestran fotografías y vídeos. Shakira desfilando en un escenario. Focos. Música. El vestido que alquiló en una tienda de su barrio. Los tacones que le prestaron sus amigas. Extensiones en el pelo. Mucho maquillaje. En el escenario de ese bar clandestino –un bar LGTB–, Shakira se transformó en ella misma: en una mujer valiente.

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