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“Con tan solo unas horas de vida, ya huía de la violencia”

Nyakhor descansa con su hija Nyanget, que se quemó accidentalmente con el fuego de la cocina, mientras es tratada en el hostital de Médicos sin Fronteras (MSF) en Nasir, Sudán del Sur, en abril de 2014. / Foto: Adriane Ohanesian/ MSF.

Médicos Sin Fronteras

Patricia van der Dennen —

A los pocos días de llegar a Nasir (Sudán del Sur) ya había visto de todo: un niño que tuvo que ser reanimado, una mujer desangrándose por un aborto, otra sufriendo graves complicaciones durante el parto. Al final, todos consiguieron recuperarse. Recuerdo que en aquel momento, aliviada, me decía a mí misma “ya está; ya lo he visto todo, pero que esto no puede ser ya...”. Pero fue a partir de entonces cuando empezaron a complicarse de verdad las cosas. Permitidme que me traslade de nuevo a 2014 para contaros una historia que me marcó profundamente…

Ocurrió una tarde del mes de abril de intenso calor y trabajo. Los combates se estaban acercando y la situación se estaba poniendo cada vez más tensa. De pronto, el coordinador nos dijo que desde ese mismo momento teníamos 15 minutos para recoger todas nuestras pertenencias y subirlas al barco. Un equipo compuesto por el coordinador, un doctor, una enfermera y un logista se quedarían para informar a nuestro equipo sudanés y asegurarse de que todos los pacientes fueran dados de alta del hospital. Aturdida, comencé a empaquetar todas mis cosas. Mi corazón se aceleró rápidamente... nos marchábamos.

Recuerdo que la noche ya estaba empezando a caer. El barco encendió motores y comenzamos a navegar a través del río Sobat, pasando un poblado tras otro. Todo estaba tranquilo y a oscuras; no hay electricidad en toda esa zona. En medio de las tinieblas, tratábamos de dar con un pueblecito que llamado Jigmir, donde otra organización que estaba gestionando un hospital nos alojaría durante un tiempo. Tras varias horas dando vueltas entre las tinieblas, finalmente llegamos y pudimos instalarmos con ellos.

Dos días después, sonó el teléfono vía satélite. Una mujer acababa de llegar a nuestro hospital en Nasir y el médico y la enfermera que se habían quedado allí necesitaban hacerme una consulta: “Una mujer se ha puesto de parto y sufre convulsiones muy violentas”. Les pedí que me dieran más información: “¿Cuánto tiempo lleva de parto? ¿Cuándo comenzaron las convulsiones? ¿Cuál es su presión sanguínea?”.

Todo el material médico y los medicamentos habían sido empaquetados y mis compañeros apenas disponían de nada. El monitor para medir la presión sanguínea estaba en una de las cajas y no iba a ser fácil que lo encontraran. Sospechaba que la mujer estaba sufriendo un episodio grave de preeclampsia, lo cual ponía en riesgo su vida y la de su bebé, así que les pedí que le suministraran sulfato de magnesio. La dosis correcta que había que administrarle estaba prescrita en el protocolo médico, pero no estaba muy segura de que mis compañeros lo tuvieran a mano, así que tuvimos que ir a ojo. El médico y la enfermera sospechaban que la mujer podía estar padeciendo una intoxicación sanguínea, lo cual le podría provocar un paro respiratorio en tan solo unos pocos minutos, pero tampoco tenían el respirador cerca; también estaba empaquetado.

No sabíamos qué hacer, pero éramos conscientes de que el tiempo jugaba en nuestra contra. La paciente estaba en Nasir, el cirujano y yo estábamos en Jigmir, y parecía claro que desde allí apenas podríamos hacer nada por ella. Había que tomar una decisión rápida, así que decidimos volver a Nasir con el barco; eso sí, esta vez durante el día.

Decenas de barcos sobrecargados de personas y mercancías pasaban en dirección contraria a la nuestra. Después de una hora de viaje bajo un sol abrasador, por fin llegamos a Nasir. La enfermera vino a buscarme y fuimos directamente al hospital. La mujer ya había dado a luz y tanto ella como el bebé estaban vivos. Nunca había visto el parque del hospital tan vacío. Ningún paciente, ningún personal sanitario, ninguna oveja. No había nada, solo silencio.

La sala de partos estaba oscura y con el material médico desparramado por el suelo. El médico estaba muy cansado y necesitaba urgentemente que alguien le sustituyera. Me puse los guantes y examiné a la paciente. Estaba aturdida, pero estable. Mientras la limpiaba con una esponja, iba calculando mentalmente los siguientes pasos que tendría que dar: darle al bebé los antibióticos; ver qué medicamentos podríamos dar a la madre para prevenir infecciones y disminuir el riesgo de nuevos ataques; tomarle el pulso y medirle la presión sanguínea… Justo cuando estaba preparando la vía intravenosa y una dosis de sulfato de magnesio, la mujer comenzó a sufrir otra crisis. Fue tan violenta que tardeé un buen rato en poder insertarle la sonda para suministrarle el medicamento.

Mientras trataba de estabilizarla, no podía dejar de pensar que aquella mujer debería estar en una unidad de cuidados intensivos y no en un hospital vacío de Nasir. Miraba también de reojo al bebé; aún tenía que ponerle la vía intravenosa y darle los antibióticos. Quedaba mucho por hacer.

Justo cuando estaba calculando la dosis correcta del medicamento para el bebé y se la estaba administrando, llegó un miembro de nuestro equipo sudanés pegando gritos: “¡Patricia, tienes que irte! ¡La primera línea del frente se está acercando!”. Mi walkie-talkie resonó también. Al otro lado estaba el coordinador del proyecto con el mismo mensaje: “Tienes que dejar el hospital inmediatamente, la situación en Nasir es demasiado insegura”. Volvimos a evacuar a toda prisa, pero a diferencia de la vez anterior, en esta ocasión nos llevamos a la paciente con nosotros.

Nos apresuramos a coger todo lo que necesitábamos y apilarlo en la parte trasera de nuestro camión. Ya en el barco tratamos de colocar la camilla de nuestra paciente para que estuviera lo más cómoda posible. Llevaba puestas dos sondas intravenosas: una con el medicamento que previene los ataques y otra con glucosa, pues llevaba mucho tiempo sin comer nada. Con el corazón en un puño me di cuenta que nuestro personal sudanés no vendría con nosotros. Había decidido quedarse allí en el medio del caos. ¿Qué les pasaría a ellos y a sus familias?

Aún en shock, subí al barco y me senté cerca de la paciente. Su madre también estaba allí, sujetando con fuerza a su nieto recién nacido, que viajaba envuelto en varios trozos de tela. La acompañaba un niño de diez años y otra niña de dos. De la misma manera que los barcos iban hacinados por el río, también veíamos a mucha gente huir a pie junto a la orilla. Llevaban todo lo que habían podido coger de sus casas, pero lo que más me llamaba la atención era ver cómo los más pequeños iban cargados de cubos, ollas y sartenes sobre sus cabezas.

Llegamos sanos y salvos a Jigmia. Ingresamos a la paciente en el hospital local y durante toda la noche, cada tres horas, supervisamos el estado de salud de ella y de su bebé. Suministramos glucosa al niño antes de irnos a la cama y les preparamos un cobijo fabricado por lonas de plásticos y palos de bambú para que se alojaran durante los días siguientes.

A la mañana siguiente ayudé a la madre a dar de mamar al bebé. El pequeño se agarraba y absorbía del pecho de su madre como si le fuera la vida en ello. Ambos evolucionaron bien durante los siguientes días, pero cada vez que miraba al bebé no podía dejar de pensar en lo injusto que es este mundo. Ese niño, apenas unas horas después de nacer ya estaba huyendo de la violencia.

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MSF se vió obligada a evacuar su hospital de Nasir en mayo de 2014, después de que los violentos ataques contra civiles llegaran a la ciudad y forzaran a toda la población a huir de la zona. El hospital de MSF era el único centro de salud para las casi 300.000 personas de la región.

Cuando el equipo de MSF volvió a visitar la zona de Nasir, a finales de junio de 2014, encontraron el hospital devastado y la ciudad completamente abandonada.

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