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La inventora del limpiaparabrisas olvidada por los libros de historia y los fabricantes

El limpiaparabrisas fue uno de los primeros elementos de seguridad activa incluidos en el automóvil.

R. T.

Mary Anderson pertenece a una larga lista de inventoras a las que el machismo ha dejado en un segundo plano. Nacida en 1866 en una humilde familia campesina del condado de Greene, Alabama (Estados Unidos), Anderson apenas ocupa un puñado de renglones de los libros de historia de la automoción a pesar de protagonizar uno de los logros más importantes en materia de seguridad vial de principios del siglo XX: inventar el limpiaparabrisas.

Si bien es cierto que el invento del limpiaparabrisas se atribuye a tres personas, que tuvieron la misma idea en 1903: Mary Anderson, Robert Douglas y John Apjohn, fue el sistema de Anderson el más eficaz y el más generalizado entre los fabricantes de la época. La patente de este sistema, número 743.801, se aprobó por la Oficina de Patentes de los Estados Unidos el 10 de noviembre de 1903.

El mecanismo consistía en una palanca que se manejaba manualmente desde dentro del vehículo, moviéndose el resorte del brazo hacia atrás y hacia adelante, con un contrapeso que aseguraba el contacto entre la escobilla y el cristal. Tras realizar su recorrido por la ventana, un resorte devolvía automáticamente el brazo a su posición inicial.

De esta manera, se producía la eliminación de los copos de nieve, las gotas de agua, las bolas de pedrisco u otras sustancias como barro y partículas de polvo, sin verse afectada la visión del piloto o de los pasajeros. Además, cuando no hacía falta, el limpiaparabrisas podía ser desmontado del cristal.

El invento de Anderson nació en un viaje anterior a Nueva York, cuando se percató de las complicaciones que sufrían los conductores, bajándose constantemente a limpiar con sus manos los parabrisas durante la nevada, circunstancia que le pareció ridícula atendiendo al concepto del automóvil de principios de siglo XX en Estados Unidos: brindar comodidad a quien pudiera adquirirlo.

A diferencia de los limpiaparabrisas de Douglas y Apjohn, el invento de Anderson era sencillo y elegante, mostrando de una manera ejemplar cómo nacen las ideas innovadoras: desde la creatividad, dando respuesta a cuestiones y necesidades tan frecuentes y obvias que parecen irresolubles y que, por lo tanto, están condenadas de antemano al fracaso.

En realidad, esto último fue lo que inmediatamente le sucedió a Anderson. En 1905, pretendió que una empresa canadiense comercializara el limpiaparabrisas, pero la compañía no encontró ningún valor económico al aparato. Nunca más la verdadera inventora del limpiaparabrisas intentó explotar comercialmente su invento, quedándose sin recibir un solo dólar por derechos de propiedad.

El contexto de la época perjudicó a Anderson a la hora de popularizar su invento: las mujeres no tenían espacio de participación en las empresas ni en las decisiones comerciales y los vehículos no eran muy populares (hasta 1908 no saldría al mercado el Ford T, el primer utilitario de la historia).

Por supuesto, existía un componente machista. Al tratarse de una mujer, el invento fue causa de burlas, chistes de mal gusto e incluso víctima de las críticas de los conservadores que pensaban que podría ser una distracción fatal para el conductor.

Nada más lejos de la realidad: en 1913, todos los vehículos de uso particular poseían limpiadores de parabrisas mecánicos, rediseñados por los propios fabricantes de automóviles en base a la patente de Mary Anderson, que caducaría en un cajón sin ser utilizada ni reconocida nunca en la historia por ninguna compañía.

Mary Anderson no volvió a producir ningún invento más y se dedicó el resto de sus días a la gestión de su negocio inmobiliario en Birmingham (Alabama), inversión que acometió con la herencia de una tía a la que cuidó en sus últimos días de vida. Ella falleció en su casa de Tennessee en 1953 a la edad de 87 años.

Curiosamente, uno de los primeros limpiaparabrisas eléctricos fue inventado por otra mujer, la canadiense Charlotte Bridgwood, que lo registró en 1917 con una patente estadounidense.

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