El matrimonio al fin es de todos

Dentro de no muy poco, ya está pasando, las declaraciones de los homófobos contra el derecho de las parejas gays a formar un matrimonio sonarán tan extremadamente casposas, irritantes, estúpidas y extemporáneas como hoy lo son aquellas frases que se escucharon décadas antes a cuenta de la legalización del divorcio, de la venta de anticonceptivos, del matrimonio civil o de la libertad de culto. “Es el fin de la familia” (o de la civilización, o de occidente), decían algunos políticos, algunos obispos y algunos jueces, empeñados en decidir desde sus púlpitos sobre el amor de los demás; sobre su sexo, su fe o su vida.

Decir que “matrimonio” viene de madre –y que no la hay en una pareja gay– para negar este derecho es tan estúpido como argumentar que “patrimonio” viene de padre y que, por tanto, las mujeres no deberían poder abrir una cuenta corriente. Argumentar que dar un derecho a unas parejas equivalía a reducir el de otras es una absurda falacia: las libertades no funcionan como las tartas. Recurrir al Constitucional para tumbar una ley y más tarde rezar para que el recurso no prospere –como ha hecho el PP– es profundamente irresponsable.

Es una buena noticia que el matrimonio gay por fin sea legal sin sombra alguna, libre de la incertidumbre que pesaba sobre tantas familias por el recurso pendiente. Es una buena noticia con tres matices preocupantes: tres jueces en nuestro Tribunal Constitucional que aún hoy –siglo XXI, siete años después de que la ley se aplicase sin provocar problema alguno– han votado en contra de una libertad tan básica como la de formar una familia. ¿Cómo es posible que haya sesudos magistrados y honorabilísimos jueces que se refugien en un absurdo debate semántico sobre la palabra matrimonio para camuflar lo que no es otra cosa que grosera discriminación homófoba? ¿Cuántos años de derecho hay que estudiar para justificar lo injustificable?