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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El hecho biológico

Antonio Rivera

¿Fue la del 20-N de 1975 una fecha fundacional, constituyente, de nuestro tiempo democrático? Entiendo que no. Es un hito relevante, ineludible, pero no establece a partir de él un antes y un después. Ese Rubicón no tiene que ver con algo que ocurrió por sí mismo, como “hecho biológico” –la muerte inevitable y en la cama de un viejo dictador-, sino con el protagonismo social, con una actitud proactiva de la sociedad española. Como su nombre indica, seguro que la fecha fundacional, constituyente, del nuevo tiempo democrático coincide con la de la Constitución del 78 y todo lo que lleva consigo (Estatutos, nuevo régimen jurídico, nueva cultura política…).

Con el 20-O de 2011 pasa algo parecido. Llegó porque tenía que llegar, porque el final de ETA estaba más que amortizado desde hacía años. No sacó a la gente a las calles y ni siquiera desató el champán como dicen que pasó con el óbito del dictador. Nadie entendió aquello como un antes y un después. Entre otras cosas porque era una cuestión de tiempo su final –otro “hecho biológico”- y porque la sociedad vasca era consciente de que, en el ranking de causas de ese final, su oposición al terrorismo no aparecía a la cabeza de las mismas.

Mejor olvidar. La gente cambió de registro porque el mundo cambió de registro. Eso también acabó con ETA, le quitó el protagonismo que tenía. Y, sin protagonismo, el tigre de papel que es el terrorismo –amenaza violenta concreta y amenaza propagandística generalizada- deja de dar miedo. Llegó la crisis económica mundial, apareció el terrorismo internacional, cambió el escenario de la política general y local, cundió el cansancio con tanta violencia, se desvaneció lo poco que quedaba de justificación ideológica –el tótem de El Conflicto- y todo acabó. Sin más. Con el mismo patetismo: un trío de encapuchados con boina, un dictador entubado hasta las trancas. Hechos biológicos en los que algo tuvimos que ver, pero no tanto como quisiéramos o presumimos.

Es normal olvidar. Todos los hacemos, individual y colectivamente. Es la manera de sobrevivir a nuestras desgracias, traumas y problemas. Ahora que está tan de moda la memoria habría que ensalzar a la par el olvido. Como decía Ernest Renan, las naciones son un colectivo humano que decide olvidar algunas cosas juntos. Como dice David Rieff, solo el olvido consigue superar los mitos que nos permitieron matar. Pero el olvido, el pasar página, el resignarnos a asumir que, efectivamente, la paz era esto porque no podía ser otra cosa, genera entre algunos una impresión de injusticia. En concreto, las víctimas se sienten cada vez más olvidadas –la saturación conmemorativa que vivimos no es el remedio para ello-, el conocimiento y recuerdo de lo que pasó trata de ser disuelto en una común sensación victimista –eso de que todos hemos sufrido- , y el pueblo soberano vasco no hace justicia con su voto a las actitudes políticas de cada cual en el tiempo pasado: la épica del antiterrorismo ya no reporta beneficios y el sostenimiento anterior de la violencia no genera castigo (tampoco lo contrario: Otegi es parte de la vieja política).

Cosas parecidas, y mucho peores, han ocurrido en otras sociedades al salir de un trauma colectivo. Todas las sociedades olvidan, pero eso puede ser causa de tres consecuencias muy peligrosas. Primero, el olvido no repara en sus diferentes derechos a las víctimas. Estas y su recuerdo se convierten en fantasmas que vagan y que, sin duda, un día regresarán con más fuerza y contundencia y, sobre todo, fuera de un tiempo que las haga comprensibles. Su olvido de hoy es un problema futuro. Lo ocurrido con las víctimas mal enterradas de la guerra civil del 36 es el mejor ejemplo. Por tanto, conocimiento riguroso de lo ocurrido y reparación estricta de sus derechos.

En segundo lugar, el olvido sanador y comprensible de este instante debilita nuestro proyecto colectivo futuro. Todas las sociedades se soportan en una cultura común más o menos formalizada, un verse a sí mismos como una misma cosa. ¿Qué coincidencia se establece sobre el drama del último medio siglo? Si cada cual tiene derecho a tener su impresión y recuerdo –y nadie lo discute como derecho-, ¿qué nos une de cara al futuro?, ¿cuáles son nuestros valores comunes?, ¿hemos reflexionado algo al respecto?, ¿es la paz un valor común de futuro o podemos aspirar a que lo sea la democracia, con todo lo que ello exige?, ¿tienen ahí alguna obligación superior nuestras instituciones o basta con seguir en este parnasillo?

Por último y como consecuencia de lo anterior: ¿fue y es la actitud de la sociedad vasca el mejor antídoto para que lo que hemos sufrido en el tiempo pasado no vuelva a ocurrir? Lo acaba de afirmar así el lehendakari Urkullu y esa es la doctrina oficial de su gobierno. Por cierto, una doctrina muy popular y, sin duda, hegemónica hoy. Pero, visto lo visto, ¿podemos creer en eso? Posiblemente haga falta mucho más. Posiblemente sea necesario saltar del valor de la paz al de la democracia, de la pasividad a la acción. Ahí el compromiso y responsabilidad es de nuestras instituciones. En una democracia no se tiene que forzar al ciudadano a ser ni virtuoso ni héroe, pero las instituciones tienen la obligación de contribuir también a ese bien común. Hay muchas cosas que hacer y hay muchas cosas que se están haciendo, pero es obligado reflexionar acerca de cuál es el criterio que ha de guiar la acción. Yo tengo muy claro que, una vez que ha acampado entre nosotros la paz, esa normalidad mediocre y querida que caracteriza a las sociedades comunes, se trata de defender la democracia con uñas y dientes para que lo ocurrido sea recuerdo conocido y presente, sus víctimas seres reconocidos como parte de nosotros y de nuestras contradicciones como colectivo, y el futuro una posibilidad en la que no cabe asesinar a alguien por pensar (o incluso por hacerlo de manera diferente).

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