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Autores para leer en la cuarentena: Truman Capote

El escritor Truman Capote

Gonzalo Bolland

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La gloria, la celebridad literaria en vida, es un invento francés lo mismo que las vueltas ciclistas, el croissant o la deslumbrante juventud de Jane Birkin. La celebridad literaria en los demás países solo se logra, si es que se logra, una vez muerto el literato; de modo que los escritores que tratan de ejercer su oficio en el resto del mundo suelen ser figuras grises, borrosas, que además de escribir libros que no interesan a casi nadie, a no ser que se conviertan en películas o series televisivas, para ganarse el pan nuestro de cada día tienen, por lo general, que trabajar como funcionarios, profesores, porteros de discoteca, secretarios de estado o lameculos de algún jefe de negociado.

La literatura norteamericana, por ejemplo, ha tenido que lidiar siempre con el hecho de que Estados Unidos no es un país de lectores, sino de estrellas del deporte, cantantes pechugonas, chistosos presentadores de televisión y francotiradores con cierta tendencia a subirse al campanario de algún pueblo del medio oeste desde el que acribillar a balazos a unos adolescentes que salen de la escuela mascando chicle, bromeando, cargando mochilas a sus espaldas y creyéndose casi tan eternos como el odio entre españoles.... En el siglo XX hubo solo dos escritores norteamericanos que consiguieron ser, si no tremendamente célebres, que eso como ya queda dicho queda reservado a los escritores franceses, cuando menos muy conocidos: Ernest Hemingway y Truman Capote.

Los dos obtuvieron esta dudosa distinción no por sus libros, a menudo, excelentes, sino por ser dos personajes singulares, alcohólicos, narcisistas y desmedidos, pero que tenían una enorme capacidad para venderse a sí mismos; más o menos el equivalente a lo que aquí han sido Salvador Dalí, Camilo José Cela o Pedro Almodovar. Tras la publicación de su relato de no ficción sobre un asesinato múltiple cometido por un par palurdos en una localidad rural de Kansas, 'A sangre fría', Capote se convirtió en la estrella de numerosos programas televisivos de entrevistas; fama que conservó aún después de que el consumo de drogas y alcohol le transformara en una patética sombra de si mismo. “Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”. La frase con la que se promocionó su libro 'Música para Camaleones', excelente por otra parte, no hacía más que evidenciar su permanente deseo de hacerse notar, de figurar, de llamar la atención, tal vez porque viniendo socialmente de las catacumbas del profundo sur norteamericano, plagado de marismas, mosquitos, solteronas cursis, memorias de generales derrotados y un tedio de moscas posándose sobre las mesas de mimbre manchadas con las gotas de un ron casero demasiado azucarado, pensó que solo podría llegar a lo más alto de la sociedad neoyorkina seduciendo a los famosos con el ingenio que brotaba de su lengua venenosa, mordaz y despiadada.

Nacido en Nueva Orleans en el año 1924 de una madre divorciada y borracha el niño quedó al cuidado de sus abuelos. Cuando su madre volvió a casarse con un cubano llamado Capote, el adolescente Truman adoptó el apellido de su padrastro y se reunió con el matrimonio residente ya en la ciudad de Nueva York. El adolescente descubrió muy pronto que era una persona distinta, guapa, rara, pequeña y divertida y convirtió cada una de esas cualidades o defectos, que eso depende siempre según se mire, en un arma. Resuelto a convertirse en un escritor consiguió un pequeño empleo en el New Yorker, se adentró en los círculos sociales de la literatura, el cotilleo y las juergas nocturnas de la ciudad neoyorkina y comenzó a escribir los relatos que le darían una pronta fama.

La primera novela 'Otras voces, otros ámbitos', publicada con tan solo 24 años le inició brillantemente en la profesión que le haría famoso. Novelas como 'El arpa de hierba', 'Desayuno en Tiffanis' y una espléndida sucesión de relatos se sucedieron en el escaparate de las librerías, hasta que un día leyó en The New Yorker que en Kansas una familia de granjeros, los Cutter, había sido asesinada con un extraño ritual satánico. Capote abandonó las juergas nocturnas de la Gran Manzana y como corresponsal de prensa viajó a Kansas para publicar por entregas en la revista los capítulos de 'A sangre fría' donde describía minuciosamente todos los detalles del crimen; los policías, los testigos, el ambiente, los paisajes y, sobre todos, el perfil psicológico de los dos asesinos, Dick Hickock y Perry Smith, que se convirtieron en una obsesión para Capote durante largos años; obsesión que solo finalizaría cuando los dos desgraciados fueron ahorcados.

Capote ya era casi una celebridad. Tras un periplo por todo el mundo se reincorporó a la juerga neoyorkina. Martinis durante el almuerzo que compartía con adineradas celebridades como Elizabeth Taylor, Lee Radziwill, hermana de Jacjie Kennedy, Gloria Vanderbilt, Marella Agnelli, Tenesse Williams y otros y una larga sucesión de combinaciones alcohólicas durante la tarde para acabar la noche junto a diversas celebridades de la época, entre cocaína y sedantes, en Studio 54 u otras salas de moda en el desmadrado Nueva York de aquellos años anteriores a la aparición del sida. Ya era un drogadicto sin retorno. El cronista de la alta sociedad. El correveidile de los famosos. Tal vez por eso su proyecto literario más ambicioso, 'Plegarias atendidas', inspirado en la certera sentencia de nuestra mística Teresa de Jesús de que “se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por las no atendidas”, lo dejara inacabado; no se sabe muy bien si por hartazgo de sí mismo o porque el propósito de su obra estaba fuera de su alcance: hacer en su tiempo lo que Marcel Proust hizo con su monumental 'En busca del tiempo perdido'.

Eso sí, en su vertiginoso rodar hacia la oscuridad, Capote siguió retratando tanto en los periódicos como en las revistas literarias, con una mezcla entre admiración y repugnancia, a la clase alta norteamericana, a la aristocracia que no tuvo más monarca que John Fitzgerald Kennedy, incluyendo en esta tanto a los artistas reconocidos como a las estrellas de Hollywood – despiadado es el retrato que hace de Marlon Brando como conmovedor el de Marilyn Monroe –, pero eso no le bastó para acercarse a la maestría con la que Marcel Proust retratara a Andree, Albertine, Rosemunde, Gisele, muchachas en flor de trenzas y mejillas coloradas que en los años anteriores a las dos grandes guerras habitaron un mundo de templetes de música, casetas de baño a rayas blancas y azules, valses, aristócratas y burgueses anillados y damas con vestidos vaporosos, sombrillas estampadas, pamelas de frutas y niñas con muchos, muchos lazos... Esa fue su amargura. La amargura que trató de aliviar con una prolongada adicción a las drogas y al alcohol. Combinación fatal que terminaría matándole a la temprana edad de sesenta años en la ciudad de Los Angeles el 25 de Agosto de 1984.

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