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Esto no se había acabado

Los primeros visitantes acceden al Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo. EFE/David Aguilar

Pablo García de Vicuña

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Este año se cumplirá una década del abandono de la lucha armada por parte de la organización terrorista ETA. Una amplia mayoría pensamos entonces que iniciábamos un largo camino de descontaminación que temíamos lleno de sobresaltos. El alto apoyo que la banda armada aún mantenía en amplias capas sociales vascas no animaba a celebraciones optimistas ni a reconversiones instantáneas. Augurábamos décadas de altibajos emocionales con avances y retrocesos constantes en los que la paciencia debería ser la tónica principal para medir un futuro de convivencia duradero.

Las declaraciones políticas nacionales e internacionales, sin embargo, apuntaban en otro sentido, francamente positivo: fin de la violencia, victoria definitiva de la democracia, claudicación del chantaje político… prácticamente se anunciaba un futuro despejado de problemas, pleno de felicidad. Las propias notas del comunicado etarra apuntaban a un compromiso claro, firme y definitivo de superación de la lucha armada, aunque dejaban un recado a los gobiernos de España y Francia solicitándoles diálogo directo en búsqueda de una solución definitiva. Era un avance significativo tras tantos años de lágrimas, dolor, incomprensión y odio, pero en Euskadi sonaba aún lejano y sólo las mentes más optimistas podían olvidar que esperanzas tan fundadas como esta habían desaparecido tras nuevas acciones armadas, actualizando un terror supuestamente arrinconado y sepultado.

Seis años y medio después del comunicado de abandono, el 3 de mayo de 2018, ETA anunciaba su autodisolución. Era un paso más. Nuevamente el personal se sentía fortalecido y justificaba su entusiasmo en la ausencia de actos delictivos y en la confirmación de la irreversibilidad del paso dado. Todo parecía indicar que la apuesta por la vía política para la reclamación de cualquier posición ideológica era la única opción aceptada. Ya nadie debía esconderse ni poner en riesgo su vida por pensar diferente. Entrábamos en otra era, en una desconocida en los últimos cincuenta años en Euskadi. Había motivos para la esperanza. El próximo paso era importante: había que construir el relato de lo acontecido, en el devenir de un país asolado por violencias de distinto signo, roto en mil heridas aún sin cicatrizar. Lo de menos era fijar si serían uno o varios los relatos a configurar. Lo más importante era el cese definitivo de una organización que, con sus actos, había protagonizado los años más negros de la historia reciente vasca.

Pero quienes así pensaban olvidaban un factor fundamental: la actitud futura de esa parte de la sociedad que, aún sin empuñar un arma, había avalado su uso, justificado su argumentación. Había que saber cuál sería el comportamiento de quienes con sus tics prepotentes seguían pensando que su identidad les colocaba en posición preeminente sobre cualquier otra. También era necesario conocer la evolución de esa parte importante de la sociedad vasca que no había seguido esa corriente fría de odio y resentimiento, pero había callado durante demasiado tiempo; y aquellos silencios de entonces empezaban a sonar de forma ruidosa.

El tiempo ha ido resituando a cada cual, aunque siga siendo pronto aún para establecer demasiadas conclusiones. Una, quizás la más previsible, sitúa a amplias capas de la sociedad vasca en un franco deseo de pasar página, de tener en la memoria, perfectamente acotada, los tristes recuerdos de aquellos años del plomo. No olvidar, pero tratar de mirar al futuro con más optimismo del que nunca se tuvo. Hablar de ello poco y, a poder ser, con gente conocida que no malinterprete sus palabras. Seguir acomodados/as en ese espacio difuso que representa la mayoría silenciosa. Suspirar de alivio porque la vuelta atrás es absolutamente imposible-piensan-.

Junto a este grupo, en un número infinitamente inferior, se encuentran las personas que pretenden aprender de lo sucedido y recordar necesariamente aquellos tiempos con el ánimo de que nunca más puedan volver a repetirse. Las víctimas de cualquier violencia y cuantas personas, organizaciones e instituciones trabajan en aras a enseñar que el horror vivido no ha mejorado la vida de nadie, ni de quienes pensaban que esa violencia propiciaría otro mundo deseado. Escriben libros, organizan jornadas, propician debates abiertos, aspiran a enseñar que el “¡Nunca más!” tiene en este caso plena vigencia. Es el colectivo más vilipendiado desde cualquier frente. Se les clasifica como “entregados/as” (¿“traidores”, resultaría excesivo?) que no han dudado en renunciar a pasados más revolucionarios para abrazar credos en línea con la mayor sensibilidad social de estos tiempos. Seguirán estando en el punto de mira, quizás no literal, pero sí en el de la permanente descalificación sociopolítica.

Existe también un tercer grupo -quiero suponer el más reducido- que acepta a regañadientes la realidad actual y continúa trabajando por invertir la situación sociopolítica sin renunciar volver a tiempos pretéritos; en ocasiones lo hacen a plena luz del día, en otras, escondidas tras distintas siglas políticas o sociales. No les gusta lo que ven y oyen y siguen pensando que su opción identitaria debe ser aceptada mayoritariamente si se desea seguir viviendo en este pequeño país. Utilizan normalmente la retórica para escenificar que todo es susceptible de cambio y no desaprovechan actos, como los recibimientos y homenajes a ex convictos, o trifulcas callejeras en zonas que consideran de su absoluto control, como la reciente paliza al exconcejal popular vitoriano. Llevan mal la diversidad ideológica y suspiran por otros tiempos en los que sus mayores les aseguraban con el terror un dominio absoluto de la situación social. Les sobra cuanta gente no comparta sus principios y se afanan porque se note en todo momento sus preferencias. Siguen pensando que la calle –especialmente ciertas zonas urbanas o rurales- es suya y no aceptan posiciones intermedias que puedan generar dudas de dónde se encuentra el verdadero poder. Continúan pensando que la razón únicamente está de su parte y combaten la paja del ojo ajeno ignorando la viga en el propio.

Creo apropiado recordar unas palabras de Primo Levi en sus memorias, cuando busca una razón para explicar lo que ha sufrido en los campos de exterminio: “…Había llegado el momento de poner las cartas boca arriba. Sobre todo, era el momento del diálogo. La venganza no me interesaba; me había sentido íntimamente satisfecho con la (simbólica, incompleta, parcial) sagrada representación de Núremberg y me parecía bien que en las justísimas condenas hubiesen pensado otros, los profesionales. A mí me correspondía entender, comprender. No al puñado de los grandes culpables sino a ellos, al pueblo, a quienes había visto de cerca, a aquellos entre los cuales se reclutaban los militantes de las SS, y también los otros que habían creído, o que no creyendo se habían callado, que no habían tenido el mínimo valor de mirarnos a los ojos, de arrojarnos un pedazo de pan, de murmurar una palabra humana”[1].

El 50% de los universitarios/as “no sabe o no contesta” qué fue Hipercor, ni quién Miguel Ángel Blanco

¿Qué papel juega la Educación en todo este tinglado social? ¿Debería intervenir deslegitimando el uso de la violencia, introduciendo conciencia crítica frente a la vulneración de los derechos humanos? ¿o continuar contagiada de realidad social y evadirse de su responsabilidad acudiendo al mantra de no hacer política en el aula?

Aunque pueda parecer a muchos/as un incumplimiento de la función educadora, que tenemos como responsabilidad quienes nos dedicamos a ello, esta última opción ha sido la predominante en Euskadi en los últimos años. Al menos para la mayoría. Primero fue el miedo, directo, legítimo y humano; posteriormente, la transparencia, el anonimato, invisible, el deseo de pasar de puntillas por realidades difíciles de expresar, pero absolutamente necesarias de intervención.

No obstante, hubo excepciones y es justo señalar que hombres y mujeres, educadores en este país, han mostrado su disconformidad en tantos años de mirada aviesa; honrosas individualidades, capaces de inculcar valores democráticos y de denunciar la vulneración de derechos humanos básicos de quienes aquí vivían –en Euskadi, y no en Palestina, Bosnia o Somalia, lugares que siempre han recibido miradas de simpatía y manifestaciones solidarias de todos los colores políticos posibles-. Y lo han hecho en circunstancias totalmente adversas, alejados de la sintonía principal, venciendo obstáculos, insultos y, en el mejor de los casos, indiferencias. El mantenimiento de esa actitud valiente les ha supuesto desprecio, extrañamiento involuntario, escoltas... Estos/as profesionales siempre contarán con nuestra admiración y aplauso y cualquier elogio será una contribución exigible que reconozca y dignifique su abnegado trabajo.

La educación vasca no puede seguir ignorando, no puede seguir desaprendiendo de un pasado que no debe volver. De ahí la importancia de recurrir a la Historia y a la memoria y a cuantas instituciones y entidades culturales la trabajen. En Euskadi, el Instituto Gogora (propiciado por el Gobierno vasco) y el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo (subvencionado por el Gobierno de España) se dedican a esta tarea. Cometido este de conocer a través de la memoria que se antoja nada sencillo, si revisamos la forma con las que han sido recibidos ambos centros en el momento de su creación: con cierta indiferencia social el primero; el segundo, con clara enemistad por parte de la izquierda abertzale, que lo considera inclinado a resaltar la violencia etarra, ignorando otras.

Pero no hay duda; tal y como demuestran las estadísticas realizadas entre jóvenes vascos, es mayoritario el deseo de pasar página cuanto antes, aún a riesgo de desconocer lo sufrido por sus mayores, aunque ello signifique que el 50% de los universitarios/as “no sabe o no contesta” qué fue Hipercor, ni quién Miguel Ángel Blanco[2]. Ahí debe aparecer la educación, las y los profesionales educadores y en número infinitamente superior al actual. Un ejemplo: los intentos divulgadores del Gobierno vasco para la deslegitimización de la violencia (Programa Víctimas educadoras en la etapa socialista, Adi-Adian, la opción nacionalista) no han conseguido congregar apenas a un centenar de centros (sobre un total de casi 500) y a unos 15.000 jóvenes, menos del 10% del alumnado total de Secundaria).

Sea como fuere, lo cierto es que la sociedad no puede seguir esperando de forma indefinida que otras personas adopten una postura definitiva; debe intervenir ya asumiendo que el momento de la exigencia de responsabilidades ha llegado. Y en este caso, cuando se trata de debatir sobre la formación de las nuevas generaciones en asuntos tan trascendentes como el respeto al diferente, la defensa de los valores democráticos o el valor de la libertad y de la vida humana, no puede dudar sobre el lugar que debe ocupar: frente a la extorsión, el engaño y la violencia, la sociedad debe insuflar energía suficiente a las instituciones democráticas con que se ha dotado, y entre ellas, a la propia Escuela.

Las sociedades –y ésta nuestra vasca no es una excepción- necesitan de gestos sociales aprendidos, cultivados por la enseñanza, para que el ser humano pueda vivir junto a su vecino/a. Se precisa de una reflexión serena y de una pedagogía hábil; ambas son –deben ser, si no- parte consustancial del día a día escolar. Y a ello deben ponerse también los partidos políticos y las organizaciones sociales y sindicales sin dilación. Deslegitimar cualquier violencia, no la que llegue desde algunas opciones. Y entiendo deslegitimar como una condena sin medias tintas, sin excusas. Porque ¿alguien observa alguna diferencia entre insultos “puto maricón” y “puto facha”? Yo, no. Parece que la izquierda abertzale, sí.

[1] “Trilogía de Auschwitz”, Península,2019

[2] Moreno, Irene “Gestos frente al miedo”, Tecnos, 2019

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