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Último adiós a la pastelería del barrio

La pastelería Diadema en uno de sus últimos días antes de cerrar definitivamente.

Víctor Honorato

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Poco va quedando ya de las tiendas del barrio de Malasaña que conoció doña Julia Borreguero cuando llegó a Madrid hace ya muchos años —no dirá cuántos—, cuando ella tenía apenas 19. Los nombres de los comercios eran entonces referencias solo para los de fuera, porque todos los lugareños conocían por el nombre de pila al carnicero, al ferretero, al panadero o al tendero. Hoy domingo cierra otro de aquellos establecimientos, la panadería Diadema, tras 45 años surtiendo de panes, cruasanes, torrijas, roscones y buñuelos al vecindario desde la calle del Espíritu Santo. “Ahora solo hay pizzerías”, se resigna Julia, que viene apoyándose en la muleta y entra a saludar y a comprar el pan por última vez.

“Marisa, cariño. Ay, qué pena”, dice Julia a la pastelera María Luisa Sánchez, que hoy echará definitivamente el cierre, porque ya tiene 65 años, el alquiler de renta antigua ha caducado y los dueños solo quieren vender. Por el local, de 45 metros cuadrados, pedían los propietarios 350.000 euros. Demasiado, opina Marisa mientras rellena bollos, saca bandejas del horno y va consolando a los clientes que van apareciendo por el mostrador, como dando el pésame por el fallecimiento de un ser querido.

La pastelera sacó el sábado una mesa con delicias para despedir a los fieles, muchos mayores pero también algunos jóvenes, como uno que juró lealtad eterna tras llegar a Madrid justo antes del confinamiento por el COVID y sobrevivir a base de las tortillas de Marisa. “Mayo es el mes más bonito”, reflexiona la dueña, que empezará la vida de jubilada en el campo con el calor y el olor a flores de finales de primavera. 

Entra un cliente. “Cerráis, jolín, qué pena”, dice el hombre, que viene a por el pan tan compungido que si llevase sombrero se lo habría sacado al entrar. La dependienta agradece con una sonrisa, aunque sabe que se va al paro y tendrá que buscar trabajo “de lo que sea”, porque a ella la jubilación de Marisa aún le queda muy lejos.

Hay una esperanza de que el legado repostero de la Diadema perdure, porque la churrería de al lado, que presume de ser la más veterana de la ciudad, ha anunciado que pasará a ofrecer muchos de sus productos. Los dueños de Madrid 1.888, Carlos Mendoza y Teresa Manzano, no han tenido “ni un solo problema” en todo el tiempo que llevan pared con pared con los pasteleros, que son muy amigos, y su hijo, Mario, que trabaja con ellos, insistió mucho. Ahora recibirán los secretos profesionales de Marisa. “Son jóvenes y tienen muchas ganas”, celebra ella.

En el exterior se forma un pequeño corrillo de vecinos nostálgicos. Julia, que venía de misa con Dolly Arango, levanta la cabeza y ve en el balcón de enfrente asomar a doña Emilia, la antigua churrera, que sale en albornoz al balcón, donde tiene una jaula con pájaros cantores. La señora hace el gesto de pellizcar el pulgar con el índice para indicar que el motivo del cierre es económico. Emilia tiene nada menos que 101 años y el año pasado superó una peritonitis, según explica otro vecino, que dice que fue él quien, con 13 años, hizo la instalación eléctrica de la pastelería. “Entré a los 20 años y ahí se criaron mis hijos, subía a casa a vestirlos… Ahora lo tenéis todo muy fácil”, rememora la mujer, que al poco se despide y se vuelve a meter dentro de casa.

En la acera, Julia sigue con sus recuerdos: “Éramos jóvenes y ahora somos todos viejos, el que no lleva una muleta lleva dos”, señala, y lamenta el cierre de los locales clásicos. “Ahora hay un Carrefour y un Dia, pero no es lo mismo”, opina. Sí cree que tiene futuro la lavandería que ha abierto enfrente, porque ahora la luz es más cara, hay muchos gastos y “si uno se descuida le sacan hasta la lengua”.

Los relatos sobre el pasado se van sucediendo, mientras dentro siguen saliendo las bandejas recién horneadas. Hoy han hecho de más “para acabar con todo” y Julia confiesa, ahora que ya no va a dar problemas, que los fines de semana asaban pollos para vender, aunque técnicamente no tenían permiso. Una vasija junto al mostrador está llena de flores que han traído estos días los clientes. “La gente mayor se encontrará un poco perdida”, se figura. Pero los menos veteranos tampoco están contentos. En el exterior está Gonzalo Marín, de 36 años, 15 en Madrid y tres en el barrio, relamiéndose tras dar cuenta de unas milhojas. “Soy de Jaén y hacía años que no probaba algo tan bueno”, critica, y acusa: “Tanto 'cupcake' y tanta mierda. No valoramos lo que tenemos”.

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