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Vuelven las noches largas de discoteca a Madrid: “Los que cumplimos 18 en la pandemia estamos desbocados”

Público asistente observa la actuación de bailarines en la discoteca madrileña Uñas Chun Lee.

Víctor Honorato

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Nico Burgaleta, Mario Gaspar, Federico López y una decena de amigos hacen cuentas en la calle Atocha, en el exterior de la discoteca Teatro Kapital. Esta es la primera semana en que el horario de las salas de fiesta se puede alargar hasta las 6:00 de la mañana y los chavales tienen que organizarse para entrar. “Tenemos que ser 12 para las dos mesas”, recuerda uno de ellos, rubio, lampiño, cigarrillo en la boca. Los demás asienten, faltan un par para tener el cupo completo. Todos los chicos de este grupo enteramente masculino tienen 18 años, cumplidos en pandemia. Algunos de ellos ya habían salido hasta tarde antes de marzo de 2020 y el cierre general del país. El que más y el que menos ha ido a alguna fiesta en un piso o al aire libre, pero por lo que se refiere a una noche de discoteca, discoteca a la vieja usanza, ninguno tiene gran experiencia. “Los que cumplimos los 18 en pandemia estamos desbocados”, dice Nico. El resto sonríe.

Aunque los horarios ya son los de antes de la era COVID, las discotecas son otra cosa. Faltan las barras, los atascos en la pista, el ambiente general de confusión. Los aforos siguen limitados, al 75%, y para entrar en los lugares de moda hace falta reservar mesa. Esto ha reforzado el aura de exclusividad de la que pretenden imbuirse algunas de estas salas. El grupo de Nico y Mario lleva dos semanas intentando reservar sitio en Tiffany’s, una discoteca de El Viso a la que van futbolistas e influencers. Uno de ellos suspira. Allí va “la [María] Rivers”, una estrella de TikTok e Instagram de las que cuenta su día a día y hace muecas ante el espejo. Tiene millones de seguidores. A estos chicos, de cara afeitada más por rito que por necesidad, nacidos en 2003 (“en el cero tres”), lo que les interesa es el “ambiente” y por eso van a aportar 20 euros cada uno. La mesa cuesta 120.

El requisito de tener que anticipar dónde va a ir uno por la noche le quita algo de espontaneidad a la tradición gregaria de la jarana, la de ‘liarse’ e improvisar. Y en una velada de jueves otoñal, inaugurada con un fuerte aguacero, las calles del centro de Madrid están relativamente tranquilas para lo que se podría esperar.

El descontrol del botellón masivo de la semana previa en Ciudad Universitaria no se ve por aquí. Como han surgido nuevas formas de ocio nocturno —sigue siendo común pasar por debajo de pisos con los balcones abiertos y la fiesta en marcha, herencia del toque de queda— la marabunta está diluida. También sucede que es jueves, no es el día fuerte. Uno de los porteros de Kapital explica que hoy quizás cierren a las 4:00, dependiendo de la afluencia.

Están los que se reservan para el fin de semana en sentido estricto, como Paula, Ana y Juan Carlos, de 22 y 23 años, que apuran las últimas cervezas en un bar en Palos de la Frontera y renuncian a seguir. “Yo desde el Orgullo no voy a una fiesta grande”, dice él. Ensaya, de broma, un movimiento de manos, así como de baile tecno. “Ya no me acuerdo cómo era”, ríe. Al lado, la discoteca Kristal, aforo 63 personas. “Todo va con reserva”, dice el encargado, que cuenta, parece que con vocación más publicitaria que informativa, que los únicos días flojos son los miércoles y que el local se llena siempre desde que se pudo volver a abrir, incluso cuando el límite era la 1:00 de la madrugada. De momento no hay nadie.

Callejeando por la zona de la calle Huertas se ven estampas cotidianas, como el joven patrio a la salida del local indeterminado que intenta explicar a una amiga extranjera, gesticulando ostensiblemente, hablando un inglés con las eses, las jotas y las erres muy marcadas, cómo se va a no sé dónde. Los desconocidos vuelven a saludar como antes, con un apretón de manos, olvidado ya el choque de codos. Otra estampa clásica: saliendo de un bar que apuraba la hora de cierre, el Quevedo, Alberto, de 52 años, viene rumiando que, si el camarero no le quería poner la última caña en un vaso de plástico para llevar, se lo podía haber dicho sin más, en vez de ser agresivo, y que se fue por no partirle la crisma. Ante la respuesta anodina del interlocutor, interroga: “¿Eres madero?”. Cuando se convence de que no, se va tranquilo, andando en línea prácticamente recta.

“Era una caza de brujas lo de la Policía”

Daniel Martínez tiene 31 años, es natural de Manizales (Colombia) y se vino a España el año pasado, cuando la COVID más golpeaba su país. “Hay una incertidumbre política terrible”, cuenta, después de explicar que es relaciones públicas de hasta 20 locales en Huertas y está ahorrando para irse de viaje a Italia. Daniel cuenta que la ampliación del horario de apertura ha sido como un bálsamo para el ajetreo nocturno. Como la gente tiene más tiempo para salir, la afluencia a los locales es más escalonada, y no hay tantos “follones” a la salida, muchos menos que hace tan solo 15 días. “Era una caza de brujas lo de la Policía”, compara. También indica que las estrategias comerciales se tienen que adaptar. Los locales sin licencia de discoteca, que ahora cierran antes, intentan captar clientes ofreciendo entrada gratuita a una sala para más tarde. El precio de la admisión oscila entre 10 y 15 euros. Aquí no hacen falta semanas de antelación para reservar entrada. “Si quieres puedes entrar con estos chicos”, ofrece otro captador a la puerta del Dalí, con boleto incluido para ir después a la discoteca Stella de la calle Sevilla.

Malasaña no es un páramo esta noche, pero sigue bastante apagado. Las discotecas esperan al viernes para volver a abrir, y los grupitos se van haciendo más escasos conforme pasa de las 3:00. Cabe ahora, quizás, seguir el consejo de los chicos y subir a El Viso, a la discoteca Tiffany’s. Se tarda un rato en llegar, Castellana arriba, más si uno se empeña en usar la bicicleta pública, que funciona igual de mal de noche que de día. 

Una vez allá, el consabido corrillo y una figura también clásica, no vista esta noche hasta el momento: el advenedizo de la entrada, que trata de trabar amistad con los porteros, quizás para que le dejen pasar, quizás para un descuento, quizás solo por alternar. “Por 30 euros te dejan pasar”, desliza el sujeto, obsequioso. Pero el que manda en la puerta, Julián, cuenta que no, que el aforo son 350 personas y que sin reserva no pasa nadie.

Fuera tampoco hay mucha gente, unas chicas sentadas en sillas de mimbre en la acera dando voces, dos veinteañeros tratando de poner acento argentino. “Borracho, boludo, no sabes hablar en argentino, te lo digo yo, que soy argentino”, recrimina uno al otro. Aquí hay otro corrillo, son jóvenes un poco menos jóvenes que los de Atocha, están un poco molestos por los precios de las mesas, que suben conforme avanza la noche. “Ahora son 120, luego serán 180”, dice uno. ¿Y qué les ha cambiado el que ahora se pueda seguir de fiesta hasta las 6:00? Uno bromea, antes de entrar: “Me viene peor, porque me acuesto más tarde”.

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