Los españoles elegimos, y pagamos, a 350 diputados para que, en colaboración con el Senado, elaboren las leyes que rigen nuestra convivencia. Estos diputados son representantes de los ciudadanos, y de su pluralidad de perspectivas y opiniones. Su función es pensar y debatir para que las leyes resultantes sean acordes a los intereses de los ciudadanos.
Si el parlamento es heterogéneo, es porque el pueblo también lo es. Los ciudadanos tenemos que vivir juntos, y los diputados tienen que trabajar juntos, colaborar. Ya al principio de la historia de la democracia española, a finales de la transición, se desarrolló una ideología frentista en el parlamento que sabotea la posibilidad de colaboración. Los parlamentarios parecen creer que el único ejercicio legislativo honesto consiste en pasar el rodillo de la mayoría absoluta y, cuando esta no se tiene, ven como una bajeza pactar con tal o cual partido, como una renuncia a los principios propios. Los pactos son percibidos como sucias maniobras de realpolitik propios de Maquiavelo, cuando son la esencia de la convivencia en una sociedad plural.
Podemos observar en el parlamento “cordones sanitarios” contra la extrema derecha, contra la extrema izquierda, contra cualquier partido que tenga “imputados” (aunque inocentes hasta que un juez dictamine lo contrario) en sus listas, contra los independentistas, y hasta los partidos mayoritarios parecen vetarse entre sí. Si no es posible el acuerdo entre partidos y el único gobierno posible es el de la bota de la mayoría, no tenemos democracia, sino una dictadura electiva.
Todos los diputados están elegidos por el pueblo y lo representan. Están legitimados en origen. Es posible deslegitimarse en el ejercicio de las funciones parlamentarias y que el resto de partidos imponga un boicot a quien lo haga, pero esto sólo puede ocurrir en circunstancias extremas. Para mí, el único caso en que esto parece justificable es en el caso de partidos que puenteen el juego parlamentario y promuevan la violencia contra los otros. Primero se establece un marco de diálogo (que excluye que uno de los participantes esté expuesto a un tiro en la nuca) y luego se habla. Salvo en este caso extremo, los diputados tienen la obligación de dialogar y de intentar, en la medida de lo posible, acomodar la perspectiva vehiculizada por los otros representantes de los españoles. No parece que nuestros políticos compartan esta visión.
Pero en nuestro parlamento no sólo no es posible el diálogo entre partidos. Desde que un vicepresidente de gobierno, en el ejercicio de su cargo, dijo aquello de “el que se mueve no sale en la foto”, también está prohibido el pensamiento (o al menos el discurso) individual. El diputado no puede razonar o debatir sobre un argumento, haciendo el mejor uso posible de sus facultades mentales, para encontrar la solución más adecuada a los problemas, sino que tiene que defender, como un hoplita que no puede salirse de su línea, las posiciones de su partido. Al final, las únicas voces que se pueden escuchar en el “parlamento”, son las de los líderes de los partidos, aunque usen de voceros a otros diputados. Así muere el diálogo, sustituido por sucesiones de monólogos estériles.
De lo que estoy hablando es de corrupción. No de una corrupción individual, no de que nadie se lleve un euro indebidamente, sino de la corrupción de un sistema en el que los representantes del pueblo renuncian a representarlo, convirtiéndose en estómagos agradecidos de su jefe o en brazos ejecutores de la ideología de su partido. Hablo de la corrupción de un parlamento en el que no se puede parlamentar, sino que se convierte en un escenario de monólogos reducibles a una idea central “yo bueno, tú malo”, a un show de soberbia e intolerancia.
Un pueblo tiene el gobierno que se merece, y este sistema lo hemos estado modelando los ciudadanos durante décadas con nuestros votos. La soberbia no la han inventado en el parlamento, ya nos advertía Díaz-Plaja que es el pecado capital fundamental del español. En cuanto a la intolerancia, somos mundialmente conocidos por la inquisición (que ni inventamos nosotros, ni, vista en su contexto histórico, era tan mala como se nos ha transmitido). Pero, ya antes de la inquisición, expulsamos a los judíos y construimos nuestra identidad nacional sobre el mito de la Reconquista.
En mi candidez, sueño con unos pastores mejores que el rebaño al que guían. Al final, vuelvo a mi grito angustiado: ¡Ay mi España! ¿Quién la desespañará? El desespañador que la desespañe buen desespañador será.
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