Khadija Amin llegó al aeródromo de Torrejón de Ardoz en agosto de 2021 a bordo de un avión del Ejército español, que la evacuó de Kabul. Hasta unos días antes, trabajaba en la televisión pública de Afganistán donde una mañana, tras la llegada de los talibanes al poder, le prohibieron la entrada a los estudios: “Solo hombres, le dijeron”. Presentaba un informativo de amplia audiencia y la sustituyeron por un adicto al nuevo Gobierno. Khadija fue consciente desde ese momento de que ser mujer y periodista en medio de aquel régimen entrañaba un peligro inminente. Fue su madre la que le pidió que se marchara. A través de contactos con compañeros de profesión pudo escapar de aquel escenario. Pero tuvo que pagar un elevado coste: el de dejar allí a su familia. Un marido y tres hijos, quienes tuvieron la oportunidad de venir con ella a España hace unos meses, a través de gestiones llevadas a cabo a través de la embajada. Sin embargo, y para sorpresa de Khadija, el cabeza de familia declinó la oferta a última hora. Ambos se habían casado cuando ella tan solo contaba con 18 años, en un matrimonio que arregló su propio padre. Y no solo eso: su marido se casó con otra mujer y convenció a sus hijos diciéndoles que su madre los había abandonado.
Khadija Amin, de 29 años, estudió Periodismo para, entre otras cosas, mostrar a los demás la situación que viven las mujeres en su país. Según la organización Reporteros sin Fronteras, antes de que llegaran los talibanes, en Afganistán había unas 700 de ellas ejerciendo el oficio; hoy, apenas queda un centenar. Khadija estuvo en Murcia esta semana, participando en las Jornadas Nacionales de Comunicación y Defensa que organiza el Colegio de Periodistas de la Región. La trajo el reportero de guerra Antonio Pampliega (Madrid, 1982), un periodista que, a pesar de su juventud, está curtido en mil batallas. En 2015 fue secuestrado en Siria por Al Qaeda, permaneciendo en poder del Estado Islámico por espacio de casi 300 días con sus correspondientes noches. Antes había estado cubriendo conflictos armados en Afganistán, Somalia, Sudán del Sur, Ucrania o Irak. El otro día me contó que ha decidido hacer un alto en el camino; su motivo tiene dos años, es una niña y se llama Ariana. Lo escogieron porque ese fue el nombre que Alejandro Magno le puso a Afganistán cuando lo conquistó en el año 322 a. C. Pampliega, por cuyas venas corre la sangre de lo mejor y más puro del periodismo, eso de ir, ver y contarlo que decía el maestro Enrique Meneses -o aquello otro de que es mucho más difícil describir que opinar, que dijo Josep Pla-, es consciente de que no quiere que esa cría pueda correr el riesgo de ser cualquier día de estos la huérfana de un héroe de la profesión, porque ningún reportaje merece poner en riesgo la integridad física de su autor.
El oficio de periodista tiene tantos matices y claroscuros como la propia vida. Contrastes y decisiones que nos llevan, en muchas ocasiones, a anteponer unos intereses a otros. Durante una etapa de mi vida llegué a considerar que la profesión podría estar por encima de mi familia, algo que, pasado el tiempo, comprendí que me conducía al error. Khadija y Pampliega tuvieron que elegir en un momento determinado. Nadie está en condiciones de juzgar si lo que hicieron es o no es justo porque ninguno hemos estado en sus pellejos. Imagino las noches de insomnio de la periodista afgana en Madrid, recordando entre lágrimas a su hijo de 8 años y a sus gemelos de cinco. O a Pampliega, durante su prolongado y cruel secuestro, si Ariana lo hubiese estado esperando en su casa. No, no juzguemos a nadie sin saber de qué estamos hablando.
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