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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Un día en el mundo...con coronavirus

Decenas de personas cargadas de provisiones esperan para poder pagar en un supermercado en Madrid.

José Lara

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Amanece en Murcia un sábado cualquiera, el sol brilla, como siempre en nuestro árido paraíso. Sin embargo, alguien que no termina de ser soy yo, ha decidido cambiar mi rutina. Ya son las 9:30h, el supermercado lleva abierto media hora, voy tarde sobre el horario previsto. A mi llegada no queda un solo hueco en el parking del exterior, ya hay quienes cargados de bolsas llenan sus vehículos y marchan. ¡Maldita sea, yo debía ser uno de ellos! Cruzo la puerta de entrada, hay gentes agolpadas en la sección de carnicería y charcutería, de repente se giran al unísono, me observan como se observa en los tanatorios, desde ese corrillo mesa camillero que ahora imaginan. Al fondo se alza una mano que sugiere decir “Yo soy el último”. Ni siquiera me había pronunciado, pero sabían de mis intenciones. Atemorizado, desisto y programo mi rutina modo “rumba”, de un pasillo a otro en modo barredora. Ante la escasez, hay quienes preguntan a los empleados del supermercado, que agitados reponen y reponen una y otra vez.

- Juan, ¿es que no tenéis zanahorias?

- Sí, estamos todavía descargando camiones.

- ¿Es que no hay limones?

- ¿Limones no va a haber, don Pedro? En Murcia…

- ¿Y qué me dices de la carne?

- ¡Hay absolutamente de todo, por favor no padezca!

A pesar de las excepciones, el silencio era el gran protagonista, las miradas eran fugaces y las palabras quedaban extintas, nadie las intercambiaba, parecían bastarnos las conversaciones entre ruedines, que imaginábamos mantendrían nuestros carros y cestas. Me llamó la atención una mujer entrada en edad que decidió romper el silencio.

  • - Nenas, cerrad bien la boca, ¿eh? Apretad bien los labios.

Y como si en boca cerrada no entraran moscas, sus hijas asintieron y siguieron la marcha con sus labios sellados y evitando cualquier contacto.

Volvió a acentuarse el silencio cuando entraron dos jóvenes con mascarilla. Sientes como se detiene el tiempo, como pasan ángeles sin sexo entre persona y persona. Y como otra vez emana la mesa camilla del tanatorio, clavando sus fulminantes miradas sobre ellas. Intento ladearme de la escena, pero reconozco que no he podido dejar de buscarlas, esta vez, con el rabillo del ojo, por si acaso.

La cosa va a más cuando el silencio cortante es interrumpido por una tos que hoy parecía retumbar como un trueno. Como gacelas en la sabana, esperando la inminente llegada del león, detuvimos nuestros pasos y levantamos la cabeza. Nuestros ojos y nuestras orejas se hicieron tan grandes como nuestra ignorancia. ¿Dónde, dónde? ¿De dónde proviene el estruendo? Nos alejamos de donde pensábamos que se encontraba el epicentro, pronto coincidimos todos al extremo opuesto del supermercado. Avergonzados, hicimos gala del disimulo, esa pequeña acción que se nos da bastante bien interpretar, y que parece ser de las pocas cosas que mantenemos intactas desde que fueron aprendidas allá cuando éramos niños.

Afronto por fin la cola de más de 20 metros cabizbajo. No es cuestión de cansancio, es mi penitencia por cuánto me avergüenzo. Observo metros atrás cómo un joven con apenas una barra de pan y un refresco intentaba ganar posiciones con mucha educación entre la multitud y sus repletos bolsones. Don Pedro, que se encontraba algunos puestos delante de mí, le chistó.

- Chss, nene, ¿tú de dónde eres?

- Pues… Yo soy de Coslada.

- Pues… Hay que guardar la cola. Que para venir pediste menos permiso.

El acento del chaval no pasó desapercibido y tuvo que volver atrás ruborizado. Cuando llegó a mi lado, no muy alejado de donde don Pedro le había asestado la cornada, lo cogí del brazo y le dije – aquí puedes esperar tu turno. El muchacho asintió con un gracias y una sonrisa. Por fin volví a sentirme yo por un momento. La primera vez en toda la mañana que sentí un “bien hecho, compañero”.

Vuelvo conmigo en esta dichosa espera. Miro hacia un lado y al otro, me encuentro atrapado entre enormes carros llenos de víveres y de gentes que como yo, hemos perdido algo de alma. Solo quiero salir corriendo. Pienso en mi niñez y en la de muchos, que es más desdichada que la de cualquiera. ¿Cómo pueden ser felices con tan poco, y yo sentirme tan poca cosa con el frigo, armarios y esta cesta llena de la que soy esclavo? ¿Qué hacemos todos aquí?, me pregunté. Pero ahí estábamos, presos algunos de nuestras propias contradicciones, cayendo en la vorágine del miedo que nunca antes tuvimos al hacer la compra.

Presos de ese pensamiento que nos martillea, ¿cómo quedarnos con los brazos cruzados cuando las estanterías se encuentran baldías? Arrasadas todas ellas, por otras gentes que ¿fueron más previsores, más cautos, más listos que nosotros? Nadie quiere sentirse culpable de que pueda llegar el hipotético momento de no encontrar un pedazo de pan para alimentar a los suyos. Incluso cuando nos dicen “hay absolutamente de todo, no padezcan”. Principios y realidad, valores y miedo, se enfrentan en esta batalla que se convierte en algo contra nosotros mismos, más que contra el enemigo alado que revolotea en el ambiente, alejado de nuestros sentidos primarios, y se hace con nosotros y contra nosotros.

Llegué a casa abatido y recibí la llamada que me llevó a escribir estas líneas. He dado positivo en coronavirus y no he encontrado mejor forma de pedir perdón a don Pedro, a las gacelas, a la madre y a las hermanas labios sellados, a Juan el tendero; ni al muchacho de Coslada con quien creí ser solidario por un momento.

Yo, hoy, fui uno de ellos. Mañana, no puedes permitirte serlo tú. Quédate en casa.

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