La sospecha
Ross Douthat, columnista conservador del New York Times, hizo la mejor descripción del fenómeno de Tucker Carlson, el agitador ultra que fue estrella de Fox News hasta su salida forzada y que apareció en medio de las protestas de esta semana en Madrid. “La llave maestra para entender los programas de Tucker Carlson no era la ideología, era la sospecha”, escribió en agosto de este año, unos meses después de la expulsión de Carlson de su cadena.
En su programa de opinión, el presentador abrazaba cualquier teoría que pusiera en cuestión las instituciones, fuera hablando de migrantes mexicanos, judíos “globalistas”, el covid, la guerra de Ucrania o los extraterrestres. Su cercanía a Trump, de hecho, viene, según Douthat, sobre todo de su “tendencia común a rechazar todo lo que defendía el establishment político occidental”. La nueva generación de extrema derecha en Estados Unidos comparte la desconfianza profunda de Carlson –y de ahí su éxito– por la que “si una institución estadounidense toma una posición, el lugar donde tienes que estar es probablemente del otro lado”. En ese estado autodestructivo, es fácil ver fantasmas de amenazas irreales o exageradas, sea la inmigración, el terrorismo o la crisis de la masculinidad.
La sospecha por lo establecido, tenga o no sentido, sea por algo que es o no verdad, está habitualmente radicada en el descontento y el pesimismo y es un fenómeno que hemos visto también en España. El escepticismo a menudo no es un impulso para mejorar, sino la antesala de la desesperanza, el sueño de los autoritarios que afianzan su poder explotando la creencia de que todo es igual de malo y nada se puede cambiar.
La fascinación por las conspiraciones está embebida en la historia de Estados Unidos de una manera difícil de emular, pero algunos de sus rasgos se ven por todo el mundo.
No se trata de una alucinación colectiva, aunque pueda acabar en ella. El descrédito de las instituciones también suele ser culpa del comportamiento de sus propios gestores, que a veces incluso lo alientan por su propio interés económico o partidista. Los mensajes contra la política y la prensa van calando y a veces estallan de maneras excéntricas, como algunas de las protestas que hemos visto estos días sobre todo en Madrid.
La confianza en las instituciones en España ya está en niveles muy bajos: el 90% de los ciudadanos dicen no confiar en los partidos políticos y más del 70% aseguran lo mismo sobre el Parlamento y el Gobierno, según el Eurobarómetro, la encuesta de la UE. Tampoco salen bien parados el poder judicial y la Unión Europea. Estas cifras vienen de atrás, pero especialmente ahora, visto el nivel de oposición al acuerdo de investidura con Junts, luchar contra esta desconfianza debería ser una de las prioridades del nuevo Gobierno.
Cualquier político está tentado de utilizar esa desconfianza cuando le conviene, para atacar al rival, cuestionar una sentencia judicial o zafarse de un periodista incómodo. Pero el daño de fondo es un boomerang peligroso. Ya hemos visto el efecto a medio plazo en España y más allá, con el ascenso de las voces más extremas y más dañinas para el respeto mutuo.
Tucker Carlson es irrelevante para España –y cada vez más para Estados Unidos– pero es un recordatorio más de qué pasa cuando no te crees nada y empiezas a ver fantasmas.
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