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El precio del honor y el valor de la imagen

Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). Abogado.
Los creadores del show Mongolia 2.0, Edu Galán y Darío Adanti
10 de enero de 2021 23:17 h

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La sentencia confirmada por el Tribunal Supremo que condena a la revista satírica Mongolia a indemnizar en 40.000 euros al ex torero Ortega Cano por haber ofendido su honor y sobre todo por haberse lucrado con la utilización, con intención puramente comercial, de su imagen para promocionar una actividad cultural, renueva el debate, siempre inacabado, sobre los límites de la libertad de expresión y la tutela de los llamados derechos subjetivos de la personalidad (honor, intimidad personal y familiar y propia imagen) elevados a la categoría de derechos fundamentales por el artículo art. 18.1 de nuestra Constitución.

Para enfocar la crítica a las resoluciones judiciales que han recaído en este caso, considero necesario establecer las diferencias entre los derechos al honor, la intimidad y la imagen, aunque todos ellos se consideran como derechos de la personalidad. El concepto del honor desde el punto de vista penal se considera atacado por todo expresión proferida o acción ejecutada en deshonra, descrédito o menosprecio de una persona realizadas con el ánimo de atentar de manera clara e inequívoca contra el honor de la persona que sufre estos ataques. El honor es algo tan personal e intransferible que necesariamente hay que ponerlo en relación con el contexto social en el que se producen las acciones o expresiones que pueden suponer un descrédito, deshonra o menosprecio de la persona en función de su identidad personal y su integración y su posición en la sociedad en la que se vive. 

En este caso no se puede establecer un criterio discriminatorio o clasista del honor, como sucedía en épocas anteriores. Todas las personas tienen el mismo derecho a que su honor sea protegido y valorado. Lo refleja de manera insuperable, el pasaje en el que, Calderón de la Barca, en El Alcalde de Zalamea, pone en boca de Pedro Crespo: “El honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios”. Son muchos los juristas que sostienen que el honor, en sí mismo considerado como patrimonio de la persona, no puede ser indemnizado, ya que sería discriminatorio establecer baremos según rangos personales, sociales, económicos o de otra naturaleza. 

Lo que sí podría ser indemnizado sería el perjuicio, cuantificado y acreditado, que el ataque al honor haya causado a la persona en su crédito o prestigio profesional. El daño moral no es reparable en dinero. Muchos juristas defienden que el carácter resarcitorio presupone una relación de equivalencia entre el objeto dañado y la suma de dinero determinada. “La inconmensurabilidad de los daños morales conlleva la arbitrariedad de toda suma pecuniaria que se conceda”. En Francia se concedía un franco como indemnización simbólica.

La intimidad es un valor radicalmente distinto del honor y en nada se pueden asemejar, ya que está integrada por ese espacio reservado de cada persona establece para sí mismo en el recinto cerrado de su domicilio habitual. En mi opinión, los ingleses delimitaron el espacio reservado de  la  intimidad en la conocida frase: “Mi casa es mi Castillo”. 

El derecho a la propia imagen sólo tiene una dimensión jurídica cuando se utiliza sin la autorización del titular. Es la propia persona la que puede regular mediante sus propios actos la posibilidad o no de difundir su imagen.

Las diferencias y asimetrías de los tres conceptos se ponen de relieve cuando analizamos la capacidad de la persona para disponer de cada uno de estos derechos de la personalidad. El honor no puede ser objeto de transacción ni cedido por precio ya que en todo caso el contrato en que se fijase esta posibilidad sería nulo porque nacería de una causa inmoral e ilícita. Nadie puede cobrar por aceptar ser difamado, desprestigiado o ridiculizado.

Sin embargo la intimidad es susceptible de ser cedida mediante contraprestación, que en el mundo de los medios de comunicación va unida también a la cesión de los derechos para la difusión de su propia imagen. El personaje cede su imagen y al mismo tiempo desvela libre y voluntariamente sus sentimientos más íntimos, que de otra manera permanecerían inasequibles al conocimiento público. En los tiempos que vivimos, desnudar las intimidades se cotiza, según los casos y los personajes, en los programas especializados de televisión o en las revistas llamadas del corazón.

La propia imagen sólo tiene un valor dinerario cuando se trata de personas de una cierta relevancia que sirven de soporte para difundir o promocionar algún producto o mercancía. En el juego de la oferta y la demanda, los deportistas de élite ocupan, casi con exclusividad, los anuncios que vemos en los medios de comunicación. Los contratos alcanzan cifras astronómicas cuando se trata de figuras con proyección internacional. Por cierto, aunque seamos los creadores de la tauromaquia, es rara, por no decir que inexistente, la promoción de productos con la imagen de las figuras del toreo. Es evidente, como sostienen muchos autores, que el derecho de la persona a rentabilizar su propia imagen nada tiene que ver con el derecho al honor o a la intimidad. El mercado de los intereses publicitarios se rige por indicadores variables.  

Centrándonos ahora en las tres sentencias dictadas contra la Revista satírica Mongolia, me resulta llamativa su evidente incongruencia y la indeterminación de los parámetros utilizados para calcular la indemnización. Sus argumentos nos llevan a considerar que la desmesurada y desproporcionada indemnización concedida no procede de la agresión al derecho al honor, sino del presumible beneficio ilícito o enriquecimiento injusto obtenido por los propietarios de la Revista al anunciar un acto cultural. La cantidad fijada se basa en el manejo de conjeturas, desmentidas por la realidad de los documentos aportados.   

En este caso, se estima la lesión al derecho al honor en función de la personalidad pública del ofendido, un torero que nunca estuvo en lo alto del escalafón, que ha sido objeto de sátira y ridiculización, con ánimo de humillarle. Este propósito se diluye en el resto del contenido de las sentencias que ponen su acento en el ánimo, exclusivamente comercial que movía a los autores de los carteles. En el mundo de la publicidad resulta extraño que se sustituya la imagen real de la persona que se utiliza como reclamo por un monigote poco atractivo. Según los jueces, se utiliza una imagen recortada de su cara bajo la figura de un marciano, en un contexto próximo a su reciente salida de la cárcel y en su propia tierra natal, lo que acentúa la burla, humillación y ofensa a su imagen. La falta de rigor en la descripción de los hechos se pone de relieve en las afirmaciones de la Jueza y del Ministerio Fiscal. La primera considera probado que la humillación se incrementaba por mezclarse con alusiones a su salida de la cárcel por haber matado a otra persona conduciendo bajo la influencia de bebidas alcohólicas. El dato es inexacto, no se confecciona el cartel en el contexto próximo a su reciente salida de la cárcel, sino con motivo de sus manifestaciones públicas sobre su posible retorno a los a los ruedos. El despiste del Ministerio Fiscal es más llamativo; sostiene que le imagen se incorpora a un cuerpo femenino que confunde con un marciano.

Los conflictos y las contradicciones se han puesto de relieve cuando se ha conocido la sentencia definitiva del Tribunal Supremo sobre la condena a una indemnización de 40.000 euros a la Revista satírica Mongolia, poniéndola en el trance de desaparecer si no consigue reunir esa suma. En mi opinión, las Juezas y Jueces que intervienen en procedimientos de esta naturaleza deben conocer y ser conscientes de la dimensión social de sus resoluciones, valorando y ponderando los bienes en conflicto con un exquisito tacto para dar preeminencia a aquel que tenga una mayor relevancia para el conjunto del cuerpo social. Nuestra Constitución, como otras muchas, da un valor preferente al bien colectivo de la libertad de expresión, que se concreta en el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción, si bien, como es lógico, estas libertades tienen sus límites en el texto constitucional desarrollados mediante leyes como las que se refieren a la protección del honor y la intimidad y la propia imagen.  

El personaje afectado en este conflicto, el Sr. Ortega Cano por su profesión (torero) y por otras circunstancias, es una persona sobradamente conocida y de proyección pública que ha promocionado voluntariamente, compareciendo y exhibiendo su intimidad sin ninguna reserva, en platós de televisión y entrevistas a revistas del corazón, por lo que tiene que someterse, con mayor intensidad que otros seres anónimos, a la crítica, la sátira e incluso el sarcasmo. No por ello está absolutamente desprotegido, pero sí hay que ponderar cuidadosamente todas las expresiones, publicaciones o reproducciones de imagen que le pueden afectar.  

La pretensión principal, y así lo destaca el Tribunal Supremo en el índice del contenido de su sentencia, se fundamenta y justifica por la divulgación con fines exclusivamente publicitarios o comerciales de su imagen en un fotomontaje junto con textos que solo perseguían ridiculizarlo. El mismo demandante,  Sr. Ortega Cano, alega que la Revista: «creó, utilizó y difundió» el fotomontaje del demandante no para informar o expresar una opinión crítica hacia su persona, sino únicamente «para fines promocionales o publicitarios» y que la intromisión en el derecho a la propia imagen, resultaba del hecho de usarla únicamente para fines comerciales sin contar con su  previo consentimiento.

Admitiendo dialécticamente que se hubiera podido utilizar indebidamente la imagen del Sr. Ortega Cano, la cuantificación de la indemnización no se ajusta a criterios razonables y fundados en elementos facticos documentados que obran en la causa  y por ello resulta evidentemente e injustificadamente desproporcionada. Esta desproporción y la falta de una motivación suficiente, son causas de nulidad de la sentencia que, en todo caso, darían lugar a su devolución al Juzgado para que realizase una ponderada y suficientemente motivada decisión sobre la cuantía de la indemnización.

El Ministerio Fiscal también ha interesado la desestimación del recurso, razonando que los carteles con el fotomontaje se usaron con el único fin de publicitar un espectáculo lúdico (como era un concierto); que, desde la perspectiva del derecho al honor, en todo caso la imagen del demandante y los comentarios que la acompañaban eran insultantes y vejatorios «al ofrecer una imagen grotesca del actor, ridiculizándole en su persona, para provocar hilaridad y escarnio, siendo absolutamente innecesario para dar publicidad a un concierto» (por lo que no se trató de una crítica razonable sobre un asunto de relevancia pública que contribuyera a formar la opinión pública); y en cuanto al derecho a la propia imagen, que la intromisión resultaba del hecho de usarla únicamente para fines comerciales sin contar con el previo consentimiento del demandante.

También rechazan los jueces del Supremo rebajar la indemnización de 40.000 euros establecida en instancias anteriores, destacando que en el cálculo “se tomó en especial consideración para valorar la entidad del daño la importante difusión de los carteles, que no solo se distribuyeron físicamente por las calles del centro de la ciudad natal del extorero, en coherencia con su finalidad publicitaria en las zonas más concurridas, sino que también se difundieron ampliamente por Internet, tanto a través de la propia página web de la revista con un público potencial reconocido por los propios gestores de la misma de unas 300.000 personas, como en redes sociales tan conocidas y de tanta repercusión como Facebook o Twitter”.

Sostiene el reciente fallo que el polémico fotomontaje “no se integraba en ningún artículo informativo o de opinión sobre el demandante”, sino que “se usó única y exclusivamente para publicitar un espectáculo musical y, por lo tanto, como mero reclamo para vender entradas y buscando el beneficio económico” de la editorial.

A juicio del Alto Tribunal, “resulta en este caso patente”, la intromisión ilegítima en la propia imagen del demandante conforme al art. 7.5 de la LO 1/1982, “ante la probada utilización de su imagen para un fin publicitario sin haber obtenido previamente su consentimiento para tal fin”.

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