Aplausos en el circo europeo
Confieso que no me extraña el fervor mostrado por Pablo Iglesias hacia el discurso desgranado por el papa en la cosa europea. No se lo achaco, como hacen otros, malintencionadamente, a un afán de sumar votos, vengan de donde vengan. Es otra cosa. P.I. pertenece a una generación que no sufrió los rigores de la jerarquía eclesiástica, colegios mediante, durante la dictadura, ni fue llevado a rastras al Congreso Eucarístico del 52. El suyo es un mundo mucho más soft, que guarda en su bien dispuesto corazón un hueco hasta para Jorge Verstrynge. No tiene, como es natural, otra memoria que la propia. Algunos dirían que está a medio cocer. Yo, no. Es lo que hay. Lo que hemos criado: en el mejor de los casos.
Y es cierto que, por otra parte, las palabras del pontífice –hay que recordarlo, el campechano Francisco Bergoglio es un pontífice que manda desde el Vaticano y no ha sido elegido por votación popular– fueron prudentes y pastorales, fustigaron con amabilidad las políticas que siguen los parlamentarios europeos dominantes –los mismos que babeaban, ovacionándole–, y sonaron en recio contraste con el discurso de papas anteriores. Contra la pobreza, por la dignidad: por favor, un aplauso.
Pero que hable de lo suyo en lo suyo y a los suyos: en el seno de su, por la parte que nos toca, subvencionada –y a la fuerza– Iglesia. Porque a mí también me gustaba mucho Juan XXIII, el papa bueno original de quien Bergoglio es una calcomanía, difusa pero muy difundida por los actuales cauces mediáticos. Le tenía afecto a aquel hombre regordete e inteligente, que introdujo la realpolitik en la diplomacia vaticana y la sencillez en el trato, sobre todo en oposición a su predecesor, el filonazi Pío XII. Sin embargo, ni siquiera a Roncalli le habría permitido darme ni un solo consejo político. Cada cual en su casa y Dios en la de nadie, sólo en la almita de quien lo considere útil para pasar las malas noches.
Al menos nominalmente, el Parlamento Europeo es una institución representativa y laica, pública, que no debería convidar para que suelte una filípica a ningún representante de ninguna religión de las que se practican en el continente o allende sus mares, como tampoco debería subir al estrado, pongamos por caso, al mago Tamariz, por bello y oportuno que resulte su discurso. Y si se invitó al líder de los católicos por su condición de jefe de Estado, debemos convenir que el suyo es un Gobierno sin legitimidad democrática, como si dijéramos una cosa vertical que emana del Espíritu Santo.
Lo más paradójico de todo este circo –en el que cabe destacar el minoritario gesto de coherencia de los seis diputados de Izquierda Plural que abandonaron la platea, en señal de protesta– es que, comparado con las euroseñorías a las que el culo se les hacía zumo de mandarina recibiéndole, Bergoglio parecía el más decente. Blanco, sobrio, sencillo, diciendo verdades, tal que Jesús en el templo de los mercaderes, aunque convenientemente sin látigo. Sobre sus espaldas no parecen existir herencias ni Galileos, ni monjas que friegan para curas orondos, ni guardias suizos con mallas sujetos a celibato, ni hay una extensa red de influencia y espionaje trabada a través de los confesionarios. Ni siquiera está a la vista su concepción de la vida acientífica y contra natura. No, gente. En comparación con Junker & Co., el Sumo parecía la blanca paloma.
En realidad, Pablo Iglesias, que asiste cada día a los enjuagues de sus compañeros de Estrasburgo, aplaudía al Papa, creo, contra la cámara europea y su cotidiano cinismo. Lo hacía como un entrañable boy scout.
Y esto último puede gustarnos. O no. Pero tenemos que comprenderlo.
Es lo que hay, en el mejor de los casos.