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Argelia, un error demasiado grave

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, en una imagen de archivo. EFE/ Mariscal

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Una sucesión de errores, algunos muy graves, y de malas prácticas diplomáticas ha llevado a España a una situación en su frontera sur, la que le une con el norte de África, que empieza a parecerse mucho a un callejón sin salida. El sentido común sugiere que algún día se encontrará una solución al desaguisado. Pero hasta que llegue ese momento habrá que pagar altos costes. Económicos, por la pérdida de exportaciones y el encarecimiento del gas; sociales, porque no se pueden descartar oleadas de inmigración ilegal; y de imagen internacional de España, que ya ha quedado bastante tocada. Pero también políticos en el orden interior. Porque Pedro Sánchez y el PSOE habrán de asumir un precio por sus meteduras de pata.

La primera, gravísima e incomprensible, fue traer a un hospital de Logroño al líder del Polisario, Brahim Gali. Aunque las razones humanitarias para hacerlo pudieran ser poderosas no tenía sentido agraviar tan abiertamente con esa decisión a Marruecos, en guerra con el Polisario. Sobre todo porque el traslado de Gali se había producido a petición de Argelia, el primer enemigo de Rabat. El gobierno español no ha explicado aún porqué lo hizo y el cese de la entonces ministra de exteriores, Arantxa González Laya, dejó en el aire otra pregunta: ¿la acogida a Gali fue una iniciativa exclusivamente suya o la ministra contó entonces con la aquiescencia de Pedro Sánchez?

En la primera de las hipótesis Sánchez habría pecado gravemente de desatención a uno de los frentes cruciales de la diplomacia española; en la segunda, de responsabilidad principal en un enorme error de apreciación del problema de Marruecos y de imprevisión de las consecuencias que el traslado podía tener.

Luego vino la invasión de las playas de Ceuta por parte de miles de jóvenes empujados por las autoridades marroquíes, que pilló a España en mantillas y que fue un aviso de lo que un día podría pasar: que en lugar de adolescentes en traje de baño lo que un día llegaran fueran tropas marroquíes bien pertrechadas y dispuestas a reconquistar un territorio que Marruecos y la mayor parte de los habitantes, muy nacionalistas, de ese país, consideran de su soberanía irrenunciable.

Madrid logró que Marruecos diera marcha atrás a los pocos días. Gracias sin duda a la ayuda de París y Bruselas, pero sobre todo de Washington, a quien Rabat presta particular atención desde que Donald Trump proclamara la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental, sin que Joe Biden se haya desdicho de ello.

Pero el gobierno español se quedó temblando. Debió comprender que Mohamed VI no estaba dispuesto a jugar con la cuestión del Sáhara Occidental, que iba a por todas. Desde siempre, pero sobre todo desde que tenía el apoyo norteamericano para ello. Madrid tenía que haberlo visto hacía tiempo. Pero no lo hizo. Y hasta se atrevió a provocar a Rabat.

Es muy posible que fuera entonces cuando Pedro Sánchez empezara a pensar en dar un giro a la tradicional posición española sobre el Sáhara Occidental, en que podría convenir dejar tirado al Frente Polisario a cambio de evitar un nuevo encontronazo con Rabat. Las conversaciones que Madrid mantuvo con las citadas capitales extranjeras debieron contribuir en buena medida a ello.

Pero el presidente español y su ministro de Exteriores mantuvieron un férreo silencio al respecto. Hasta que a mediados de este marzo se conocía un comunicado en el que el gobierno español reconocía que “la propuesta de Marruecos para el Sáhara Occidental es la más seria, creíble y realista para la resolución de este problema”. No lo había hecho público La Moncloa, sino que lo habían filtrado las autoridades marroquíes, quién sabe si de acuerdo con Madrid o adelantándose al gobierno español para impedir que este pudiera echarse para atrás. En todo caso, de una manera irregular respecto de los usos diplomáticos.

Y sin que Sánchez hubiera no solo consultado, sino tampoco informado previamente a nadie. Ni dentro ni fuera de España. Ni al PP, que tendría que haber coparticipado de alguna manera en una decisión de estado tan crucial, ni, sobre todo, a Argel. Que necesariamente se veía afectado directamente por la misma. Por su apoyo incombustible y crucial al Polisario y por su tradicional enemistad con Marruecos, particularmente activa en ese momento.

Argel ha tardado algo más de dos meses en concretar su respuesta a lo que considera una grave afrenta por parte de España. Desde un primer momento, cuando retiró a su embajador en Madrid, advirtió que esta se produciría en algún momento. Pues ya ha llegado: suspensión del tratado de amistad y bloqueo de cualquier actividad comercial entre Argelia y España, dejando en suspenso el futuro de las exportaciones de gas, tan necesarias para el país magrebí, pero sugiriendo claramente que su precio subirá en breve.

Y Madrid se ha quedado de nuevo consternado. ¿Pensó Sánchez en algún momento que algo así no iba a ocurrir, que Argelia dejaría pasar con meras reacciones cosméticas el nuevo e incondicional apoyo explícito de España a la política marroquí? ¿Cómo se ha podido actuar tan mal?

Ahora Sánchez ha movilizado a las autoridades europeas para que poco menos le pidan a Argelia que no sea tan duro con Madrid. Sin que Bruselas pueda esgrimir ninguna amenaza, que es lo único que vale en estos casos, para que el país magrebí haga algo de eso. Y también ha hecho saber que no va a mover un ápice su nueva postura sobre el Sáhara Occidental.

La ruptura con Argelia, unida al hecho de que de una u otra manera sigue la tensión con Marruecos, no va a hundir a España. Pero es una muy mala noticia. Que, además, empaña el prestigio internacional que según sus corifeos Pedro Sánchez ha conquistado en los últimos tiempos.

Y que cuestiona seriamente la solvencia del Gobierno. Las elecciones andaluzas van a suponer un nuevo golpe para el gabinete de coalición. Y según todos los expertos, en otoño la situación económica va a empeorar y mucho. A la luz de las malas relaciones entre el PSOE y UP y la separación cada vez mayor entre el Gobierno y Esquerra, ¿se puede seguir apostando que no habrá elecciones hasta el otoño de 2023?

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