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¿Por qué las mujeres no son graciosas?

Barbijaputa

‘Las mujeres no tienen sentido del humor’. No sé cuántas veces habremos escuchado y leído esta frase. Y como representación máxima de que esto es así, muchos señalan el número casi inexistente de humoristas y cómicas relevantes que existen en el mundo, salvo algunas excepciones como Eva Hache en España o Tina Fey en EEUU. Son una raya en el agua, rara avis en un mundo como el de la comedia, mayoritariamente masculino, como tantos otros.

Los artículos que he leído hasta el momento (muy pocos que traten este tema, parecen no querer meterse en aguas pantanosas) y que tratan de averiguar el porqué de este ‘fenómeno’, lo hacen desde el punto de vista antropológico, analizando estudios que se hacen sobre el cerebro de unos y otras y sacando conclusiones sobre los datos que dichos estudios proporcionan sobre las conexiones neuronales que nos diferencian. Ninguno de los que he encontrado trata de ir más allá, ninguno nombra la educación machista que han recibido todas las mujeres, el segundo puesto que aprender a ocupar en todo, y por supuesto no nombran las palabras ‘machismo’, ‘roles de género’ o ‘patriarcado’. Son las palabras malditas que no deben ser dichas, la dirección en la que no hay que mirar, el elefante en el salón.

En este otro artículo poníamos de manifiesto la lupa bajo la que vivimos las mujeres en la sociedad, una lupa que sólo se pone sobre nosotras y de la que tenemos constancia de forma, como mínimo, instintiva. De esta lupa es muy difícil salir airosa y muy fácil quemarse como un papelillo, por eso muchas mujeres prefieren siempre el ámbito privado o círculos reducidos para expresar su opinión, descontento o análisis sobre algo, que hacerlo frente a desconocidos o un número significativo de personas.

Al tomar la palabra en reuniones o conferencias, ‘sólo’ necesitamos que nos respeten y no se rían de nosotras, que no nos desautoricen o se muestren condescendientes, que no nos juzguen antes de hablar por nuestro aspecto, que se concentren en lo que estamos diciendo y no en nuestro cuerpo. Todo esto que necesitamos nosostras, los hombres ya lo consiguen por ser hombres desde que nacen.

Como todas sabemos, de una forma más o menos consciente, que nosotras no llevamos de serie ese superpoder, tomamos la palabra sólo si somos expertas en el tema que vamos a tratar y, aun así, muchas prefieren no exponerse a la lupa. En el humor pasa exactamente lo mismo pero elevado a la enésima potencia porque, además de todo lo anterior, necesitamos encontrar la complicidad con ese mismo público y arrancarle una carcajada; ese público que sabes que sostiene una gran lupa, mucho más pesada de lo habitual en este caso, y que puede quemarte mucho más deprisa.

Por eso es habitual encontrar mujeres graciosas y ocurrentes en tu día a día, en ámbitos cercanos y en círculos de confianza, que mujeres que se atrevan a desafiar lo normativo, pero poco común que se suban a un escenario desprendidas del miedo a que juzguen su aspecto, su ropa, su forma de hablar y, sobre todo, desprendidas completamente de la seguridad de que el público juzgará con mucho más detalle y atención su trabajo que el de un hombre. También estará mucho más alerta a qué tipo de humor hace, bajando el pulgar cual César en el Coliseum tan pronto le haga sentir incómodo: un hombre puede hacer un monólogo sobre su sexualidad, una mujer nunca triunfaría haciendo un monólogo sobre su menstruación si no lo hace dentro del único espectáculo mundial ad hoc: 'los monólogos de la vagina'. Porque a los hombres se les permite hacer humor con agresiones, violencia y mal gusto, pero para las mujeres esos temas son templo sagrado a los que no arrimarse, mucho menos al tema de su propia sangre, mucho más ofensiva para el público, curiosamente.

Si, por ejemplo, en un espectáculo de monólogos un humorista se sube a un escenario y al público no le parece gracioso, hay un encogimiento de hombros colectivo: no pasa nada. Si una mujer se atreve a subirse a un escenario y no es muy buena, el público sentirá entre vergüenza ajena y molestia por la osadía de la mujer, además de que será lo que más comenten: “¿Por qué se presta a eso?”, “¿no ve que hace el ridículo?”, “¿en su casa nadie le dice que no hace gracia, que lo deje?” o los más benevolentes dirán: “pobrecilla, había chistes en los que nadie se reía”.

Los hombres que han desfilado antes -o que lo harán después de ella- por ese mismo escenario y que no nos han hecho gracia quedarán en el olvido. Es más, hasta los que encontremos terribles se nos borrarán de la memoria tan pronto se bajen del escenario. Pero no olvidaremos tan fácilmente a la mujer. Además, es más que probable que escuchemos hablar del tema a nuestro alrededor: “¿Qué les pasa a las mujeres con el humor? ¿Por qué es tan difícil disfrutar de alguna que sea buena?”.

Y se lo preguntarán de verdad, aunque hayan pasado diez monologuistas frente a ellos esa noche y sólo se hayan reído con uno o dos, sin darse cuenta de que a los 8 o 9 restantes que no le han arrancado ni una triste sonrisa, ya los han olvidado.

Pero al patriarcado le es mucho más fácil culpar a los hemisferios del cerebro y a las conexiones neuronales porque, de esta forma, los motivos de nuestra represión siguen estando basados en algo defectuoso e inevitable: nuestra propia naturaleza femenina. Es mucho más fácil para la mayoría de ellos, opresores y privilegiados -y también alienados, la mayoría ni es consciente de su condición-, perpetuar el bucle infinito de “opresión femenina culpabilización de las propias oprimidas”, antes que revisar sus privilegios y rechazarlos cuando se los sirvan en bandeja, en pos de la igualdad.

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