La disputa por el control del algoritmo
Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Esta cita del autor del “Oráculo manual y arte de prudencia”, el jesuita aragonés Baltasar Gracián, me sirve para glosar las virtudes del Real Decreto Ley 9/2021 sobre los derechos laborales de los riders.
En mi trayectoria como abogado laboralista, profesor, sindicalista y parlamentario no recuerdo una norma de tanta transcendencia que ocupe tan poco espacio en el BOE.
En apariencia se trata únicamente de trasladar la jurisprudencia del Supremo al Estatuto de los Trabajadores. A saber, que las personas que trabajan en tareas de reparto para las plataformas digitales deben ser considerados como asalariados y no autónomos.
Pero detrás del objeto concreto de esta Ley, aparecen algunos intangibles que no deberíamos pasar por alto. Me atrevo a decir que estamos ante una norma que marca una discontinuidad -en este caso positiva- en la regulación de las relaciones laborales. Y tendremos que estar prestos a sacarle toda su potencialidad.
A mi entender supone una clara disrupción en uno de los paradigmas dominantes de las últimas décadas, el de la externalización empresarial de riesgos y costes. Se trata de uno de los factores que mejor definen eso que llamamos “neoliberalismo”, a pesar de que en realidad se trata de ultra-intervencionismo de clase. Lo explica con muchos datos Quinn Slobodian en su libro “Globalistas” de Capitán Swing. Desde sus inicios hace 100 años, los neoliberales, pusieron el estado regulador al servicio de su proyecto social de defensa a ultranza de la propiedad privada y el poder de los mercados.
Esta externalización de riesgos y costes se expresa en el ámbito de las relaciones laborales de muchas maneras. Por ejemplo, en la laxitud con la que se regula la subcontratación empresarial de actividades, que facilita la presión a la baja de los salarios y condiciones de trabajo, al tiempo que promueve un modelo de competitividad basado estrictamente en la reducción de costes laborales.
También aparece en el uso generalizado y abusivo de la temporalidad como mecanismo para abordar los efectos de los ciclos productivos, la estacionalidad de sectores enteros de nuestra economía o las crisis económicas, transfiriendo a los trabajadores temporales estos riesgos. Esta estrategia legal se puso en marcha con la reforma laboral de 1984, con la excusa de promover el empleo, para hacer frente, se dijo, al elevado desempleo de los jóvenes.
Todas las reformas laborales posteriores han ido en esa misma dirección, la de la externalización de riesgos y costes. Por ejemplo, con la desaparición de los salarios de tramitación en los procedimientos de despido. Si los Juzgados de lo social tardan meses, ahora incluso años, en celebrar los juicios, una posterior sentencia de despido improcedente no comporta ningún resarcimiento para la persona despedida, que es la que soporta las consecuencias de un despido injustificado y del mal funcionamiento de la justicia.
El supuesto más extremo de externalización de riesgos es el de la expulsión de las personas trabajadoras del ámbito protector del Derecho del Trabajo. Por citar algunos ejemplos, la conversión de los asalariados en falsos autónomos en los medios de comunicación, o la utilización de falsas cooperativas -como en la industria cárnica- para eludir la condición de asalariados y la protección que de ello se desprende. En su versión moderna, las empresas de plataformas digitales.
La ofensiva sindical, la actuación de la Inspección de Trabajo y la decidida actuación del Gobierno de coalición están produciendo una disrupción en una estrategia que adquirió su momento culmen en la reforma laboral de 1994 del último gobierno de Felipe González. Entonces, y bajo la presión de los lobbies empresariales del transporte, se modificó el Estatuto de los Trabajadores para, entre otras cosas, excluir a los transportistas con vehículo propio del ámbito de protección del Estatuto de los Trabajadores. Fue una medida que los ha convertido en el paradigma del autoexplotador de sí mismo, aunque disfrazado del bonito perfil de autoemprendedor. Es el paradigma de la externalización de riesgos no solo a los trabajadores, sino al medio ambiente y la sociedad por el uso intensivo e ineficiente que se hace del espacio público de las carreteras.
Siendo importante este reconocimiento de laboralidad de los riders, la parte que me parece más trascendente de este minimalista Decreto Ley es la ampliación de los derechos de información de los representantes de los trabajadores con relación a los algoritmos utilizados por las empresas.
Su trascendencia se desprende de otra disrupción significativa que aporta este RD Ley. Frente a la cultura empresarial que considera la organización del trabajo como facultad exclusiva de la empresa, la norma aprobada reconoce el derecho de los comités de empresa a recibir información sobre los parámetros, reglas e instrucciones en los que se basan los algoritmos o sistemas de inteligencia artificial utilizados por las empresas para adoptar decisiones que afectan a las condiciones de trabajo.
Se trata de una novedad importante y pionera que abre la puerta a la disputa por la transparencia y el control de los algoritmos.
Sorprende positivamente que sea en el ámbito de las relaciones laborales -uno de los que más retrocesos ha sufrido en las últimas décadas- en el que primero se reacciona ante un riesgo muy evidente, el del control privado de los algoritmos al servicio de la concentración de poder y de un nuevo ciberleviatán. Y aún es más significativo que España haya sido pionera, anticipándose a los demás países. Haciéndolo además por la vía de la concertación social de la norma entre sindicatos y patronales.
El RD Ley aprobado abre una vía que deberá ser ampliada con la misma estrategia de siempre. Los derechos reconocidos en las leyes se aplican, defienden y ensanchan en la medida en que se ejercen. Y en esta dirección la negociación colectiva tiene una intensa e interesante tarea por delante. No será fácil, porque para la cultura empresarial dominante la democracia económica no existe y la poca que se reconoce debe quedarse en las puertas de las empresas.
Esta tarea de avanzar en la democracia económica no solo afecta a las personas trabajadoras y sus sindicatos, sino al conjunto de la sociedad, porque de su resultado depende también el tipo de sociedad que se va a consolidar en el siglo XXI.
Por eso no estaría de más que se pensara en la posibilidad de desarrollar reglamentariamente esta nueva norma. Y que el conjunto de la sociedad sea activo en la tarea de garantizar la transparencia y el control social de los algoritmos que no pueden ser considerados un bien privativo más, sino bienes comunes en la medida que afectan a derechos fundamentales de las personas.
Por supuesto esta es una batalla que no puede dar un solo país, una sociedad en solitario. En este sentido sería muy importante que la Unión Europea avance y lo haga con celeridad en la regulación de los algoritmos. El reto es importante y nos jugamos mucho. Para afrontarlo, lo mejor que podemos hacer es poner en valor el paso trascendente que significa esta norma. Es un mérito colectivo de la cultura del diálogo del que, me parece, se habla poco.
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