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Educación: diferencias irreconciliables

Alumnos y alumnas del IES Alonso Quesada vuelven a las aulas tras dos meses de clases digitales.

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La triple derecha española vuelve a la foto de Colón para patear en protesta una ley aprobada por la mayoría parlamentaria. Y el PP de Pablo Casado regresa a la agitación y a las mesas petitorias de firmas como ya hiciera con el Estatut o el IVA. Los medios se lamentan de que otra vez no haya sido posible lograr un acuerdo para una Ley de Educación aceptada por todos. Dicen que ya van ocho veces que ocurre esto. Sí, todas desde el fin del franquismo. Vean. Y es que la educación es una poderosa base de cómo terminan siendo los pueblos. De su grado de conocimiento y criterio. La ideología, o la forma de caminar por la vida sin más, marcan una radical diferencia en cómo se abordan dos cimientos sociales básicos: la enseñanza y la información. Y, si siempre ha sido difícil el acuerdo, ahora la tarea parece prácticamente imposible.

Veamos, a los niños educados durante el franquismo –los hoy mayores de 50 años– intentaron enseñarnos, a fuego además, que España se regía por unos principios inquebrantables: “el acatamiento de la Nación española a la Ley de Dios formulada por la Iglesia católica, cuya doctrina inseparable de la conciencia nacional, inspirará las leyes”, por ejemplo. O que “la comunidad nacional se funda en el hombre y en la familia”. Y que “las entidades naturales de la vida social son la familia, el municipio y el sindicato” (vertical).

Lo de esa fundamentación en “el hombre” en particular, lo vivimos intensamente. Nacer mujer en la España de Franco era convertirse en un ser débil mental e incapaz supeditado al varón en cualquier decisión importante. Y ocurrió que nos negamos a admitirlo, con mayor o menor fuerza según vinieran dadas. Hubo otros muchos españoles que no evolucionaron y se empeñan en mantener similares estructuras, desde el poder que ostentan además. Y los tenemos ahí, como si hubieran despertado de una hibernación.

La Ley Wert, la vigente que deroga la del gobierno progresista, consagraba en uno de sus desarrollos un talibanismo católico que fue considerado cercano al “creacionismo”. Y así escribió en el BOE: “el alumno reconoce con asombro y se esfuerza por comprender el origen divino del cosmos”. Fue esa ley del Gobierno de Rajoy, aprobada solo con los votos del PP, la que introdujo específicamente que el castellano fuera “lengua vehicular” en la enseñanza, uno de los puntos de mayor fricción ahora. La medida afectaba a las competencias que ya tenían las autonomías en la llamada inmersión lingüística. La Ley Celaá se limita a suprimir la fórmula “el castellano y las lenguas cooficiales tienen la consideración de lenguas vehiculares” y dejar un genérico señalando que las administraciones garantizarán ese derecho. No se suprime el castellano. En el fragor de la batalla parlamentaria, Ciudadanos y Vox llegaron a defender –la eterna aspiración del ultranacionalismo español– que sólo se use el castellano en las escuelas de toda España, acabando de hecho con la cooficialidad de gallego, euskera, catalán y valenciano en sus respectivas comunidades.

Ante esta cerrazón que niega a las personas el derecho a usar su lengua –también como el franquismo– se me ocurre un ejercicio muy fácil de entender. Si triunfaran los postulados autoritarios de Polonia y Hungría en la UE podrían obligar, es un suponer, a que toda la Unión hablara solo el idioma de Viktor Orbán, el amigo y protegido de Pablo Casado. Nada de español, magiar. Aprendan aquí a escribir y a pronunciar “Buenos días”, por ejemplo. Por si acaso.

La apuesta por la educación pública de la nueva ley es cierta. Es lo que hace Finlandia, por ejemplo, paradigma de los buenos resultados en la enseñanza. Pública y gratuita. Es deber del Estado garantizar educación para todos, los extras hay que pagarlos aparte. Y las creencias religiosas, dejarlas para el ámbito privado. La ley mantiene la asignatura de religión, pero no computa en las notas. Segregar por sexos a los alumnos –otra imposición de Wert– es contrario a la igualdad constitucional de los ciudadanos, (y al siglo XXI).

Luego, esta portada, sumada al ruido, miente y es un mal comienzo. Si lo que se pretende es educar e informar en la verdad.

Y es que el periodismo anda también sujeto a interpretaciones. Se trata, en una definición muy básica, de contar lo que ocurre e interesa a los ciudadanos, pero en la práctica sufre alteraciones en algunos medios. Y de nuevo se ve la importancia de aprobar los estudios sin atajos. Quizás la principal objeción a la Ley Celáa es que permite pasar de curso sin aprobar todas las asignaturas. Hay que saber para aprobar. 

El miércoles, el jefe del Estado Español, Felipe de Borbón, se implicó vivamente en la defensa de un determinado tipo de periodismo. El Rey presidió la entrega del Premio Francisco Cerecedo al presentador de Antena 3,Vicente Vallés, que decidió un jurado muy definido. Y dijo que es “un activo defensor del derecho de todos a una información veraz y de los valores morales de una profesión a la que engrandece su vertiente de servicio público”. Lo más destacado de su proclama fue el elogio a la “capacidad de incomodar” de Vallés. A Pablo Iglesias, concreta ABC.

El mismo día le dieron un premio, de menor boato sin duda, al periodista Hibai Arbide Aza por un reportaje sobre los ataques racistas en Lesbos y sobre lo que se vivía en Moria a las puertas de la pandemia. Como freelance, dijo que el premio representaba poder seguir haciendo más reportajes. ElDiario.es también concedía los Premios Desalambre. Y creo que en el periodismo hay diferencias sustanciales, del mismo signo que en la educación.

Periodismo se sigue haciendo y en algunos casos tan bien o mejor que nunca. Lo que está en crisis es el negocio, como contaba José Sanclemente aquí. A la caída drástica de las ventas de los diarios en papel se une el hundimiento de la publicidad hasta en las webs por primera vez. Prisa se reúne para ver si vende El País y la Cadena Ser, por los que ha recibido una oferta. De momento, le parece de insuficiente cuantía. Tampoco ayudan esas apuestas reiteradas de tantas cabeceras, telediarios y tertulias por la mentira desnuda y dura vinculada a los eternos intereses del poder en España.

Si ni la educación del viejo régimen llegó a cortarnos las alas –aunque doliera–, la de 2020 debe aspirar a formar el criterio ante la información que llega por todas las pantallas y todos los sonidos. Ambas son, siguen siendo, las bases de la ciudadanía. Una asignatura, la Educación en esa materia, por cierto que el PP logró retirar del temario de la Ley de Educación de Rodríguez Zapatero. La derecha y los obispos que la decían “basada en criterios propios del relativismo moral y de la llamada ideología de género”. Llegaron a las manifestaciones en la calle o a dar la asignatura en inglés. Es lo que de nuevo reeditan. La Conferencia Episcopal ya se ha pronunciado rechazando la Ley Celáa.

No hubiera llegado a La Moncloa un gobierno como el que tenemos en España si esas continuas zancadillas de la involución se hubieran impuesto. El mundo avanza y nutre de conocimientos a la sociedad y buena parte de los ciudadanos lo saben. 

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