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¡Expropiación!

Aznar a Casado: "Debe confrontar con el Gobierno como si Vox no existiera y con Vox como si el Gobierno no existiera"

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Cuatro décadas después de que Margaret Thatcher emprendiera en Reino Unido un plan agresivo de privatizaciones que sirvió de inspiración en España y tantos otros países, la inmensa mayoría de los británicos quiere que el Estado recupere la gestión de los servicios que le arrebataron. En este nuevo clima de reivindicación de lo público han aflorado centros de pensamiento solventes, como We Own It, que ven técnicamente posible que esos anhelos se cumplan. En las elecciones de julio de 2019, el candidato laborista, Jeremy Corbyn, elevó la discusión al terreno político al incluir en su programa la renacionalización de una larga lista de servicios. Perdió los comicios frente al conservador Boris Johnson, pero no porque su planteamiento suscitara el rechazo de los votantes –por el contrario, fue su propuesta más apreciada-, sino, primordialmente, porque el Bréxit acaparó todo el debate electoral, eclipsando el resto de temas. 

En Las elecciones de 2019: derrota del laborismo, pero fuerte apoyo a la propiedad pública, un estudio de la Universidad de Greenwich que analiza diversas encuestas realizadas en vísperas y después de esos comicios, queda patente que la inmensa mayoría de los ciudadanos, con independencia de su ideología, desearían que el Estado retomara el control sobre los servicios de energía, agua, correos, trenes y buses. Una excepción notable son las telecomunicaciones, que para la mayoría deben seguir en manos privadas. Los argumentos de los defensores de la renacionalización son diversos: desde la convicción de que los servicios privatizados son hoy más caros o de peor calidad hasta la sensación casi nostálgica de que con las privatizaciones se despojó al Estado de una herramienta para dar una orientación “social” al mercado, que sería especialmente útil en estos tiempos de incertidumbre por los embates de la globalización. 

Ignoro si existen encuestas recientes en España sobre la opinión de los ciudadanos frente a la fiebre privatizadora que comenzó en 1985 bajo el Gobierno de Felipe González –con la salida a bolsa de paquetes accionariales de grandes y rentables compañías públicas y la venta directa de empresas menos apetecibles para los inversionistas, previamente saneadas con dinero de los contribuyentes- y que alcanzó su paroxismo tras la llegada a la Moncloa de José María Aznar en 1996, con el desmantelamiento casi total del conglomerado empresarial del Estado. He encontrado en la web del CIS dos barómetros reveladores, de abril y julio de 1996, poco antes de que se pusiera en marcha la maquinaria privatizadora de la era Aznar. En el primero se invitaba al encuestado a responder “sin pensarlo dos veces” qué le sugerían –si simpatía o rechazo- una serie de palabras: ecologismo, feminismo, democracia, empresa pública, privatización… Esta última quedó de lejos a la cola, con solo un 29% de simpatizantes. En el segundo barómetro, la mayoría de los encuestados se mostraba partidaria de que el Estado mantuviese “todas” las compañías de servicios básicos y “la gran mayoría” de las empresas públicas. Está claro que no se les hizo caso.

Las privatizaciones se justificaron en su día por motivos financieros (reducir el déficit y la deuda públicos) y económicos (abrir el mercado a la competencia, aumentar la eficiencia de las empresas públicas), en un contexto de duras exigencias y presiones de corte neoliberal de la Unión Europea para abrir los mercados a la inversión privada. Con el Gobierno Aznar adquirió peso la motivación ideológica, o política, inspirada en el discurso de que el Estado no debe participar en el mercado y que el sector privado es mejor gestor que el público. El hecho es que España consiguió a finales de los 90 una fabulosa liquidez inmediata mediante la venta de las 'joyas de la Corona', pero perdió para siempre un conglomerado empresarial altamente rentable que garantizaba jugosos ingresos a las arcas públicas. Tal como señala Joaquim Vergés, todo este proceso supuso un “alejamiento, si no ruptura” respecto a la idea de una economía mixta o social de mercado y llevó a “un abrazo sin reservas del juego del mercado como veredicto incuestionable de aplicación universal”. Según el catedrático de la UAB y referente en la investigación de las privatizaciones en España, la pretendida liberalización se tradujo en ciertos casos en la creación de “mercados artificiales”, como el del sector eléctrico, que funcionan en la práctica como oligopolios.

Ignoro si a estas alturas existe la posibilidad de una marcha atrás. Y no me atrevo a afirmar si sería conveniente o no dar ese paso. Veremos hacia dónde conduce el debate abierto en el Reino Unido, país precursor de la ola privatizadora. Mi única certeza es que esto que llamamos privatización fue, por encima de todo, una formidable expropiación de bienes que pertenecían al conjunto de los ciudadanos. Es más: a diferencia de otros países que debatieron y aprobaron leyes ad hoc para sus privatizaciones, aquí ni siquiera se pasó por el Congreso, pues las grandes compañías públicas se regían por el derecho privado y solo requerían de un acuerdo ejecutivo para ser desguazadas. Ahora que está candente la polémica sobre la energía eléctrica, no sobra recalcar que Endesa, una de las siete 'exjoyas de la Corona', pertenece hoy en un 70% a la compañía pública italiana Enel, cuyo accionista mayoritario es el Estado italiano. Y que el Estado francés, pese a las presiones de la UE y de los voraces fondos de inversión, mantiene el 83,65% de Électricité de France. Y que ambas compañías públicas se encuentran entre las más poderosas y competitivas del mundo, procuran ingentes cantidades de dinero a las arcas de sus estados y generan decenas de miles de empleos estables. 

Cuando Pablo Casado grita “¡expropiación!” contra el Gobierno por intentar rebajar el escandaloso precio de la luz, hay que recordarle que la mayor de todas las expropiaciones en democracia la ejecutó su partido, al transferir por completo a manos privadas lo que pertenecía a todos los españoles. Por mucho empeño que le han puesto los expertos en valorar el resultado del proceso, los antiguos propietarios de los bienes siguen sin saber con exactitud si fueron justamente compensados, entre otras cosas por la complejidad de las variables en juego. Los británicos, en su caso, lo dudan. Y están reclamando.

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