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¿Y tú te habrías parado?

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30 de enero de 2022 22:40 h

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En el año 1968, el psicólogo Stanley Milgram realizó un interesante experimento en una calle de Nueva York. Creó “grupos de estímulo” formados por hasta quince de sus ayudantes. Estos grupos artificiales se paraban y miraban hacia una ventana del sexto piso de un edificio. En la ventana sólo estaba otro de esos ayudantes que no hacía nada especial salvo figurar. El experimento reveló que un 4% de los viandantes se paraba al ver que uno de los ayudantes lo hacía. Y hasta un 40% se paraba cuando los quince ayudantes miraban simultáneamente al tragaluz. Muchos peatones modificaron de alguna forma su comportamiento porque quince personas estaban mirando hacia una ventana de un edificio de Nueva York.  

Miramos por una sencilla razón: porque el resto mira. Y también a la inversa: ignoramos algo cuando el resto lo hace. La semana pasada un hombre murió en París, algo que sucede a menudo. Murió solo en la calle, algo que también sucede a menudo. Pero ese hombre era un fotógrafo relevante, René Robert, y por eso hemos conocido la historia de su muerte. Robert falleció de hipotermia después de sufrir una caída y permanecer nueve horas tirado en una calle concurrida. Nueve horas después, muchos transeúntes después, un vagabundo llamó a los servicios de emergencia que ya no pudieron hacer nada por él. 

La noticia ha producido bastante incredulidad y nos ha puesto a todos ante un difícil espejo moral que nos devuelve una pregunta: “¿Y tú te habrías parado?”. Yo es probable que no, seguramente por ir ensimismada con mis auriculares y mi música -razón por la cual me como una media de un bolardo al mes-, tal vez por ir con prisa y no fijarme, o quizá, y aquí es donde el espejo devuelve el reflejo difícil de asimilar, por pensar que se trataba de un mendigo que simplemente dormía sobre el asfalto. Según asociaciones de personas sin hogar, unas 600 personas mueren en las calles de Francia cada año. No conocemos sus historias así que esas muertes no nos ponen frente a ningún espejo. Con los mendigos nos pasa eso: están ahí, pero a la vez no. Vemos, pero no miramos. Habrá quien piense que la mendicidad es incómoda para el que la observa desde el privilegio; lo cierto es que sólo es incómoda para el que la sufre.  

La historia me recordó al episodio El asfalto de Historias para no dormir, de Narciso Ibáñez Serrador. En El asfalto un señor con una pierna enyesada camina durante un día caluroso por una gran ciudad. El calor es tan abrasador que derrite el pavimento y la pierna escayolada se queda atrapada en el asfalto. El hombre, cada vez más encorvado y agobiado, pide repetidamente ayuda los transeúntes que pasan, pero nadie se para a hacerlo. Así que, finalmente, el hombre termina devorado por la indiferencia ajena.

Pienso que hay demasiados ejemplos de empatía y generosidad diarios como para decir que todos podríamos terminar devorados por la indiferencia ajena, que nos hemos deshumanizado por completo. Quiero pensar que muchos de los que pasaron por esa calle de París no se detuvieron porque sencillamente no se fijaron en que había una persona tirada en la acera. Todos conocemos a alguien que ha aprovechado la COVID “para descansar”. Aprovechar una enfermedad para descansar es un síntoma demasiado elocuente del ritmo de vida que llevamos. De esta historia se pueden sacar muchas conclusiones moralistas y atropelladas, se puede hacer un tratado devastador sobre la especie humana, sobre el individualismo y todos nuestros defectos cotidianos. Lo cierto es que no sabemos nada de los transeúntes que ignoraron a René Robert. Pero sí sabemos que si una de esas personas se hubiese parado, se habría parado otra. Lo demostró Stanley Milgram. Cuando uno mira, muchos miramos. Pero siempre hace falta que alguien comience a mirar. 

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