18 de julio de 2016
Hace ochenta años un puñado de militares llenos de soberbia ideológica quisieron salvar a España. Pensaron que su aventura iba a ser cosa de unos días, pero se equivocaron. Metieron a este jodido país en un túnel del tiempo lleno de horrores, del que maltrechos pero gozosos logramos salir cuarenta años después. O eso pensábamos. Han pasado otros cuarenta años, se dice pronto, y cuando el próximo lunes se cumplan ochenta del golpe de estado que dio lugar a la Guerra Civil, nos encontraremos con un panorama tremendamente inquietante.
No creo exagerar si afirmo que el gobierno de Rajoy ha sido el más franquista de la democracia. Por su autoritarismo. Por la utilización de la religión como argumento permanente de algunos de sus ministros. Por su sonrojante falta de autocrítica. Por su empeño en modificar las reglas del juego democrático. Por su aversión a dar explicaciones públicas de su gestión. Por la utilización de las fuerzas de seguridad en contra de los ciudadanos y de los adversarios políticos. Por la manipulación de la justicia. Por el uso de los medios públicos de comunicación en beneficio propio. Por abandonar a su suerte a los más afectados por la crisis, mientras perdonaban sus trampas fiscales a los ricos. Ni siquiera un tipo tan desagradable y manipulador como José María Aznar se atrevió a tanto.
Pero volvamos al 36, al inicio del desastre. A ese oscuro periodo de nuestra historia que algunos se empeñan en olvidar y otros tenemos tan presente. No se han cerrado las heridas. Es imposible. El llamado franquismo sociológico es tan poderoso que sigue ensombreciendo cualquier intento de normalización. Lo vemos en calles, plazas y monumentos que homenajean a los fascistas y perviven intocables. En los cuerpos apilados en las fosas comunes. En los permanentes intentos de reescribir la historia para convertir lo que fue una larga, dura y humillante dictadura en una especie de dulce patriarcado.
Y lo tenemos presente hoy en un Partido Popular que no puede ocultar sus raíces, hundidas profundamente en su pasado autoritario, tan genéticamente contaminado, que les hace difícil entender que no están en posesión de la verdad absoluta. Que hay otros mundos y otras gentes. Que con su limitada representación parlamentaria no pueden seguir imponiendo sus pretendidas verdades al resto de los españoles. Abusaron durante cuatro años de la mayoría absoluta. La utilizaron para acosar a los discrepantes, a las mujeres limitando sus derechos, a los homosexuales intentando robarles sus conquistas. Intentaron destruir los servicios públicos. Dieron la espalda a cualquier síntoma de diversidad. Y han colocado al país con su intolerancia al borde de la ingobernabilidad.
Por eso será una tragedia que Mariano Rajoy, el emblema impávido de todo lo anterior, siga al frente del gobierno. La izquierda derrochó una gran oportunidad después del 20D. Ni PSOE ni Podemos estuvieron a la altura de su responsabilidad histórica. Las matemáticas electorales ahora juegan en su contra, pero no hay nada imposible. España, los españoles, se merecen un gobierno de regeneración que se comprometa sinceramente en la lucha contra la corrupción y la desigualdad. Que nos devuelva la fe en un sistema que ha ido perdiendo con los años calidad democrática. Y, si no es mucho pedir, que normalice de una vez la gestión de la llamada memoria histórica. Y ya sabemos que para eso, como para otras tantas cosas importantes, con el PP no podemos contar.