Sin perdón y sin Clint Eastwood
Sólo los gallardos saben pedir disculpas. Hacerlo a tiempo y con honestidad, con arrepentimiento verdadero y firme propósito de enmienda, ya sea en público o en la intimidad, requiere valor de fondo, respeto al otro, gallardía. Hace falta coraje del bueno para aceptar la humillación de ese momento, convertirla en sencillez y desarmarse para que el ofendido te acepte de nuevo. Hasta puede que ese gesto mejore al ofensor ante sus ojos. El cuajo de reconocer los propios errores: he ahí una prueba por la que todo hombre y toda mujer pasamos en algún tramo de nuestras vidas, y de cómo la resolvamos dependen muchos sentimientos, para empezar nuestra autoestima, sin la que a algunos nos resulta tan difícil seguir adelante.
Por el contrario, las excusas suenan a mendrugos mojados en el pico de los gallináceos comprobados. Sí, los 'clocloqueros': esos productos gaseosos que alardean de éxitos, que escapan por las gateras arrastrando la falsa cola de pavo real con que el poder ha coronado sus mediocres existencias, y que sonríen bobamente cuando sus aduladores les aplauden, creyendo que el batir de palmas –otra cosa sería un batir de huevos, pero prudentemente me abstengo de desarrollar esta idea– les convierte en el agujero del queque, el último pozo en el desierto y el asombro de sus contemporáneos.
En realidad, Rajoy, que es el personaje al que me estoy refiriendo, con sutil evidencia, tiene razón en lo último. No sólo los europeos nos contemplan, perplejos y boquiabiertos. El orbe entero no puede creer que hayamos sido capaces de soportarle un retroceso que, en tan pocos años, nos ha situado en el vagón de cola, ha excluido a cientos de miles de ciudadanos de cualquier posibilidad de levantar cabeza, y ha hipotecado el futuro de los jóvenes y abandonado en la miseria a un tercio de nuestros niños.
Únicamente por esto último, acreditado precisamente este martes con datos y mucho dolor desde Cáritas y Unicef, el jefe de Gobierno tendría que haberse puesto a caminar de rodillas sobre su propia obra para acabar de cura –o de monja, a mí me da igual– en el Valle de los Caídos. No lo hizo. Se disculpó ateniéndose al ejemplo del anterior Rey, quien por cierto nos ofreció pucherines y carantoñas, y prometió, bien es cierto porque ya no tenía más remedio, que no volvería a hacerlo. Éste ni siquiera tiene un plan B, como no sea seguir haciendo de Comendador, en la patética versión del Tenorio con imputados que nos toca vivir.
Y ahí sigue, escupiendo herencia recibida, sin darse cuenta de que lo que vemos los españoles es la mala sangre de la derecha más rancia de este país, acabando con cualquier avance. Es su propio legado el que más apesta.
Pasará a la historia como el más patético –y éste sí que es un récord– de los presidentes de la democracia. Habrá hundido el país y se le romperá España por más costuras de las que él mismo piensa.
Vamos a beber tanto cava por él como por Franco.