El Quijote de las placentas
Dentro de unos años, Dios mirará a Gallardón y le dirá: “bueno, Alberto, al menos lo intentaste”. Eso suponiendo que Dios exista, que sea antiabortista y que Gallardón no acabe ardiendo en el infierno para toda la eternidad. Después de todo, la soberbia es un pecado capital.
Gallardón, el hombre que arruinó Madrid por un fin mayor jamás desvelado, llegó al Ministerio con un plan en mente. Escuchándole, no parece descabellado pensar que, de hecho, más que un plan era una misión (los religiosos, no lo olvides, se niegan a asumir que la vida carece de propósito): regir sobre todos los úteros de España.
No era una tarea menor, eso hay que concedérselo. El asunto implicaba chocar de frente con buena parte de la sociedad, con todos los medios de comunicación sensatos del país y también con los partidos de izquierdas y de centro. Y chocó, claro. Pero Gallardón, cual Quijote de las placentas, no cejó en su empeño. Al contrario; como al hidalgo castellano, la adversidad acrecentó su firmeza, hundiéndole ya por completo en la locura.
Redactó un borrador recordando a las mujeres que, sin bien su coño era indudablemente suyo desde un punto de vista anatómico, no estaba la propiedad tan clara desde una perspectiva legal. Quizá Dios, que además de infinitamente sabio es también inescrutable, colocó la vagina en las mujeres solo porque en el hombre ya no le cabía. Aquella lógica resultaba inquebrantable.
Con lo que no contaba Gallardón era con la mojigatería de su propio partido. ¿Cómo imaginar que personas por lo demás tan serias y sensatas acabarían alineándose con perroflautas y lesbianas en tan absurda reivindicación? ¡Los fetos son míos!, dicen que clamaba por el ministerio. ¿Es que no lo entendéis?, se le oiría gritar por tugurios de cinco tenedores, ¡si les dejamos abortar, acabarán follando por todas partes, y de ahí a la colectivización, y de ahí a la guerra civil!
Ayer Rajoy hizo añicos el sueño de Gallardón al echar por tierra gran parte de su borrador. Sea como sea, Dios no debería ponerle ni un pero. A no ser, claro, que Dios sea madrileño.