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El regreso del emérito

Juan Carlos I, en su última aparición pública en Abu Dabi

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Mucho se ha hablado estos días sobre el inminente regreso de Juan Carlos I a España. En teoría, nada le impide hacerlo, salvo las perturbaciones que su alborotadora presencia pueda ocasionar a Felipe VI y a la institución monárquica. Basta con que alguno de sus amigotes ricos, de esos que le sufragaron ‘bribones’ y otros caprichos durante su largo reinado, lo traiga en su avión privado desde Abu Dabi y que encuentre una vivienda, ojalá que financiada por esos mismos mecenas y no con dinero de los contribuyentes españoles.

Que vuelva si quiere, pues. Pero que encima no nos intenten meter el dedo en la boca pretendiendo que el escenario ha cambiado a raíz del archivo por la Fiscalía suiza de la causa de los 65 millones de euros que Juan Carlos I recibió de la monarquía saudí y transfirió a una cuenta de su examante Corinna Larsen. Ese proceso era contra Larsen y un grupo de calanchines por un supuesto caso de blanqueo de capitales y fraude fiscal, y tocaba indirectamente al emérito por su calidad de autor de la transferencia. El fiscal debía probar que el origen del dinero depositado en Suiza era ilícito —un presunto cobro de comisiones por parte del entonces monarca español por el contrato del AVE a La Meca—, pero sus indagaciones toparon con la negativa saudí a colaborar con la justicia, ante lo cual decidió dar carpetazo al caso.

Esa decisión tiene poca relevancia en lo que respecta a la situación del emérito en España. Aquí, en el terreno judicial, más allá de que se invoque su inviolabilidad para exonerarlo de determinados hechos, la fiscalía tendrá que hacer complicadísimas cabriolas jurídicas para exculparlo de delito fiscal, pues existen sobradas evidencias de que solo regularizó sus deudas con Hacienda tras ser alertado de que había indagaciones en su contra. En el ámbito político, ya el PSOE y el PP se encargaron de abortar cualquier investigación parlamentaria. Pero nada, ni siquiera un eventual archivo por la Fiscalía española, mitigará la erosión que todo este escándalo está provocando en la institución monárquica y que tenderá a agravarse a menos que Felipe VI y los dos partidos reaccionen con mucho más sentido de la realidad del que han exhibido hasta ahora.

El comunicado de la Casa del Rey de agosto de 2020 que anunciaba el traslado del emérito al extranjero retrata con elocuencia el modo en que el ‘establishment’ ha enfocado el problema. El documento contiene una carta de Juan Carlos en que le expresa a Felipe VI su voluntad de marcharse “ante la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos de mi vida privada”, seguida de una apostilla del rey en la que remarca la “importancia histórica” del reinado de su padre y su legado “al servicio de España y la democracia”. No: lo ocurrido no se circunscribe a la “vida privada” del anterior monarca: Juan Carlos ocultó durante años sumas astronómicas de dinero al fisco de su país –existen sospechas fundadas de que sus prácticas se remontaban a décadas atrás, aunque la complacencia de la prensa impedía entonces que salieran a la luz–. Y una parte considerable de las inyecciones de dinero las recibió de regímenes árabes que se caracterizan por las violaciones sistemáticas de los derechos humanos y que encontraron en la Corona española una embajadora incomparable para su blanqueamiento ante la comunidad internacional. 

No sorprende que el emérito haya elegido Abu Dabi como refugio para capear el temporal. Ni que Corinna hubiera recibido en 2010 y 2014 sendas transferencias de 4,4 y 1,7 millones de euros de los regímenes de Kuwaut y Baréin justo después de una vista de Juan Carlos a esos países. Y ahora nos enteramos, por una noticia de El País, de que el emérito disfruta en su exilio dorado de la compañía frecuente del traficante de armas hispano-libanés Abdul Rahman El Assir, quien se encuentra en busca y captura en España por un fraude a Hacienda de 14,7 millones de euros. Sería interesante saber si el dispositivo de seguridad del Ministerio del Interior que rodea al emérito en Abu Dabi se ha enterado de estos encuentros con el fugitivo El Assir y si se ha informado de ellos a la Casa del Rey y a la Moncloa. Ante este torrente de acontecimientos, invocar el “legado” de Juan Carlos como recurso para recomponer su irrecuperable figura carece de poder persuasivo en muchos ciudadanos. Y repetir la obviedad de que “hay que respetar su presunción de inocencia”, como señaló recientemente el presidente Sánchez, suena a estas alturas como un cascarón vacío, pues estamos ante un asunto que desde su mismo origen excede de lejos el ámbito estrictamente judicial.

Por más empeño que pongan algunos por deslindar a Felipe VI de las andanzas de su padre, por muchos análisis periodísticos que subrayen la carga emocional que ha supuesto para el rey escenificar una ruptura con su progenitor, todo este escándalo toca la médula de la Corona. Y los partidarios de la monarquía deberían ser los primeros en darse cuenta de que el problema no se va a desinflar por inercia, como si se tratase de una marea pasajera. Sorprende que, en medio de esta crisis, los partidos de derecha se opongan a algo tan elemental, y que a su vez podría tener un importante efecto catártico, como aclarar en la Constitución que la inviolabilidad del rey no es ilimitada, sino que se constriñe a los actos administrativos derivados de sus funciones. O que el Gobierno siga sin impulsar la ley de la Corona que anunció hace más de un año. Es lo mínimo exigible en la presente coyuntura. Por lo visto, sigue imperando la doctrina de que abrir el melón constitucional en el título de la Corona o regular la institución monárquica podría desatar todos los demonios y desencadenar una catástrofe. Viven en una burbuja. Y las burbujas, tarde o temprano, terminan por reventar.

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