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En defensa de Senserrich

Antonio Orejudo

El pasado día 2 de mayo Roger Senserrich publicó en este diario un artículo titulado “Bangladesh, fábricas y pobrezas”, que causó cierto revuelo entre algunos lectores, y que provocó la desaprobación no sólo de la defensora del lector, sino del mismo director, que reconoció haber cometido un error autorizando su publicación.

Yo lo leí ayer, diez días después del alboroto, cuando ya se habían apagado los ecos de la polémica. El artículo dice algo que indignó a muchos lectores:

Los obreros que trabajan en las sweatshops en países del Tercer Mundo lo hacen porque quieren ya que, aunque parezca mentira, la alternativa es mucho peor.

La frase es una contradicción en sus términos. El hecho de que la alternativa a la esclavitud sea algo peor indica precisamente lo contrario de lo que se dice: que la elección de los obreros no ha sido libre. Si un ladrón nos apunta con una pistola y nos dice “la bolsa o la vida”, y nosotros decidimos darle la bolsa, no estamos entregándole nuestro dinero porque queramos, sino porque la alternativa a no hacerlo es mucho peor.

Pero esta frase —que antes de ser provocadora o fascista o posmoderna o relativista es, ya digo, ilógica— no constituye el centro del artículo. La columna de Senserrich no trata de la libertad que tienen los obreros de Bangladesh a la hora de elegir un puesto de trabajo. La columna trata de lo miserables que son las condiciones laborales en Bangladesh. El autor sostiene que la vida en Bangladesh es tan brutal que de todas las desgracias que le pueden suceder una persona, convertirse en un esclavo es la menos mala.

El autor de la columna no justifica esta situación, simplemente la describe. Tampoco descarga de su responsabilidad en el hundimiento del edificio a las empresas europeas ni al Gobierno del país. Todo lo contrario: “El capitalismo y su infinita búsqueda del beneficio por encima de cualquier cosa —llega a escribir— son la causa última de esta tragedia”.

No entiendo cómo un artículo que contiene esta frase tan rotunda puede ser tachado de relativista. Salvo que por relativismo entendamos precisamente lo contrario: resistirse a la consigna fácil, repensar los lugares comunes, esforzarse por comprender un fenómeno en toda su complejidad, aunque esa reflexión nos lleve a veces a conclusiones incómodas.

En fin, todo el mundo puede leer como le dé la gana; y no seré yo quien le discuta a los lectores de eldiario.es este derecho. Al fin y al cabo, la lectura es siempre la proyección de un deseo. Como lector, agradecería, eso sí, un tono más sosegado en los comentarios, algo más de educación y clase.

Lo que me inquieta es la queja de algunos lectores, censurando la publicación de este artículo sólo porque no les ha gustado. A mí desde luego no me importa que ellos publiquen sus opiniones en los comentarios, o en otras columnas, aunque no las comparta en absoluto. Y nunca se me ocurriría borrarlas.

Quiero pensar que en eldiario.es todavía somos más los lectores que no venimos a cargarnos de razón, sino a leer opiniones de diverso pelaje, aunque cuestionen nuestras certezas. O precisamente por eso.

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