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La segunda reforma agraria

Pedro Castillo, durante el lanzamiento de la II Reforma Agraria en la fortaleza de Sacsayhuamán, en el Cusco. EFE/Presidencia del Perú

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En el Perú acaba de lanzarse una Segunda Reforma Agraria, imponiéndose por fin el sentido común de que este país de rica producción agrícola y milenaria, el de los cientos de variedades de papas, el país del aguaymanto y la quinua que se comen los ricos del primer mundo en sus ensaladas llamándola equivocadamente “quinoa”, no puede seguir siendo un país de campesinos pobres. 

Para los que no saben que hubo una primera y por qué se necesita una segunda aquí se lo explico. La primera reforma agraria, decretada en 1969 por el gobierno del general Velasco Alvarado, fue una revolución necesaria empujada por el propio campesinado, y que no solo abolió la esclavitud semifeudal, sino que dio por primera vez ciudadanía al indígena y mostró el Perú de todas las sangres. Una revolución social y política que tuvo lugar en el marco de una dictadura, es cierto, pero que fue una medida clamorosamente justa.

Hace un año, un estupendo documental llamado “La revolución y la tierra” puso el tema de la reforma agraria en el centro del debate y durante días fue TT en Twitter. Nada menos que la papa caliente que había dividido a los peruanos entre capitalistas y comunistas, entre liberales y expropiadores, entre libertarios y estatizadores. Se empezaba a hablar públicamente de ello por primera vez en términos muy distintos al maniqueo relato instalado por los que perdieron privilegios. “La tierra es de los y las que la trabajan” es algo que parece de sentido común pero no lo es para quienes hasta hoy siguen cuestionando no el cómo se hizo la reforma –que es algo en lo que muchos podemos estar de acuerdo, pues tuvo sus enormes limitaciones– sino sencillamente que se hiciera, y que se hiciera contra sus “legítimos propietarios”. Sus descendientes aún hoy miran ese pasado latifundista con nostalgia.

Si algo logró neutralizar la que fuera la primera reforma agraria fue el enorme poder político que para entonces aún ejercían desde el campo los señores de la tierra, que impedía que se iniciara el proceso de cambio social y democrático que el país necesitaba. Fue herencia natural del colonialismo que se extendió durante la República y que también funcionó mediante el despojo y la miseria indígena. Velasco dijo esa ya mítica frase: “campesino, el patrón nunca más comerá de tu pobreza” y cedió 10 millones de hectáreas de tierras.

La reforma agraria no fue la medida que impuso un señor militar cholo envidioso como lo quieren pintar algunos, sino la solución justa a siglos de levantamientos indígenas y campesinos. Así, la reforma puede entenderse no como expropiación de unos, sino como la devolución y el resarcimientos de los otros. La lucha empezó contra los colonos, siguió contra los gamonales y ahora se libra contra las multinacionales de la alimentación. La reforma agraria fue un hito en la lucha por la tierra en el Perú, pero de ninguna manera su culminación. 

Por eso, el proyecto de la Segunda Reforma Agraria ya estaba entre los planes de gobierno de la que fue la candidata de la izquierda progresista, Verónica Mendoza, en la primera vuelta. Y ahora se pone en marcha gracias a la coalición del partido de Mendoza con el partido oficialista del presidente Pedro Castillo. 

Su objetivo principal es crear soberanía alimentaria, introduciendo normas que se enfocarán en la agricultura familiar, la industrialización de los productos agrarios, el impulso del cooperativismo y la apertura de nuevos mercados. La soberanía alimentaria, por si acaso, no significa aislamiento ni escasez ni fin de las importaciones, sino una economía que tienda al consumo local, una tendencia que cada vez es más atendida por países de todo el mundo y que en el Perú lleva años de satanización liberal. Podría haberse hablado de la crisis del agro y de medidas de urgencia, de reconstrucción, de desarrollo, pero no, el rótulo es contundente: Segunda Reforma Agraria, con toda su profunda carga simbólica y la voluntad de reformar el Estado. 

Delante de los medios de comunicación, algunos propiedad de antiguos latifundistas, que ponían el grito en el cielo: ¡Apocalipsis! ¡Expropiación!, Castillo recordó que cuando era niño, él y su padre iban a dejar su cosecha en casa del terrateniente. Las y los miles de trabajadores del campo que se habían congregado en la fortaleza de Sacsayhuamán para oír las buenas nuevas, aplaudieron intensamente, quizá porque sentían que compartían, por primera vez, sus historias de vida con un Presidente de la República.

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