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Opinión - El pueblo es quien más ordena todavía. Por Rosa María Artal

La señorita Rottenmeier

La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz.

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La señorita Rottenmeier era ese personaje desagradable, redicho y severo de Heidi. La institutriz, encargada de la educación de Klara, la niña postrada en una silla de ruedas, ha servido durante décadas como imagen de la mujer amargada que se dedica a dar lecciones. Con ella se ha comparado a Angela Merkel, María Dolores de Cospedal, María Teresa Fernández de la Vega y, estos días coincidiendo con la moción de censura, a Yolanda Díaz. En esferas más privadas, quien más y quien menos ha visto a alguna mujer señalada (o ha sido la señalada) por ese arquetipo frío y feo.

Encarnar a la señorita Rottenmeier es encarnar a la mujer que nadie quiere ser. El problema es que no parece muy difícil convertirse en ella, casi basta con tener voluntad propia y hacerla valer. El tono contundente y didáctico de Yolanda Díaz durante su intervención en la moción fue el que le valió el calificativo en este caso, también la acusación de estar “abroncando” o “aleccionando”.

Centrarse en la forma y no en el fondo es una estrategia eficaz para obviar el contenido, lo que alguien tiene que decir, y eludir responsabilidades. Cuando las críticas públicas a una política se centran en su tono, su timbre, su pose o su actitud física, se obvia que hablamos de un sujeto cuyo objetivo no es mostrarse o aparentar sino ser, idear, pensar, proponer, pedir, reclamar. Descalificar la forma sirve para no pronunciarse sobre el fondo o para hacerlo muy levemente, sirve, de hecho, para desacreditar el contenido sin necesidad de analizarlo.

Una de las formas más extendidas y camufladas de machismo actual tiene que ver precisamente con esta estrategia. Pocos hombres hoy -ni siquiera los que militan en el machismo más recalcitrante- admitirían que prefieren mujeres silenciosas, poco ambiciosas, nada inteligentes, cero retadoras. Al contrario. El quid de la cuestión está en lo que sucede después, una vez que esos hombres tienen que relacionarse como iguales en sus ámbitos profesionales, sus familias o sus vínculos sentimentales con mujeres que no quieren ser silenciosas ni complacientes, que tienen agendas propias, que ambicionan, reclaman, señalan, y quieren llevar sus deseos e ideas a la práctica. Ahí llega la fricción porque es justo en ese punto en el que uno debe despojarse de todas las ideas y prejuicios aprendidos para doblegar el ego propio y admitir a las otras como iguales. 

Esa 'igualdad' no tiene que ver con un reparto de tiempos, empleo o salario. Tiene que ver con dejar de mirar y juzgar a las mujeres bajo el prisma de una masculinidad que nos considera 'las otras': podemos estar en 'su' mundo, pero no poner las reglas; podemos tomar la palabra, pero nuestra forma se impondrá sobre el contenido; podemos dar nuestra opinión, hacer propuestas y decir lo que nos parece mal, pero no estaremos argumentando ni discurriendo, estaremos abroncando, aleccionando o exagerando.

Podemos pedir y quejarnos pero siempre, siempre, seremos sospechosas de excesivas, inapropiadas, insistentes, especialmente si lo que hacemos es interpelar, en cualquier sentido, a un hombre. El 'locas' de toda la vida pero sin pronunciar una palabra que, a estas alturas de siglo XXI, ya queda mal decir, especialmente si eres de izquierdas.

Con demasiada frecuencia los discursos -públicos y privados- de las mujeres se etiquetan como broncas, lecciones o enfados. Nuestra ambición, como ego. Ellos pueden exponer sus razones, lo nuestro es otra cosa. Ellos pueden hablar serio, nosotras perdemos los papeles, o quizá seremos algo histriónicas, o quejicas. Ellos pueden tener ego, nosotras al parecer solo culpa o vergüenza.

Es la manera de que la conversación permanezca en la forma y eludir la interpelación y la reflexión. Es, de paso, el límite sutil que se marca a las mujeres, que nos encontramos, así, en un estado de indefensión: pensamos que hemos llegado a un espacio de igualdad pero hay un momento en el que te das cuenta de que, hagas lo que hagas, tomes el camino que tomes, siempre habrá algo que reprocharte, nunca acertarás. Es imposible hacerlo salvo que te pliegues al mandato de una feminidad asfixiante.

Mientras casi ningún hombre se identifica con ese machismo, nosotras nos seguimos topando con demasiada frecuencia con esos sutiles -y no tan sutiles- límites. Quizá estaría bien que antes de calificar a una mujer con cualquier término, antes de señalarla a ella por nuestra incomodidad, nos paremos a escuchar, reflexionemos, y revisemos nuestros prejuicios.

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