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Vota y calla

Preparativos en el instituto Marti i Franques de Tarragona durante el 9N en Catalunya. / Efe

José Antonio Martín Pallín

Abogado de Lifeabogados. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). —

Vivimos tiempos agitados para las urnas de cristal. En muy cortos espacios, van a ser trasladadas, varias veces, desde sus almacenes a los colegios electorales. Salen y vuelven vacías, después de haber sido volcadas las papeletas para proceder al escrutinio.

A la vista de nuestros malos hábitos, podemos preguntarnos: ¿Quién ostenta la soberanía popular entre elecciones? El Preámbulo de nuestra Constitución de 1978, quizá con una carga excesiva de optimismo, nos anima a extender permanentemente su titularidad, si realmente queremos establecer una sociedad democrática avanzada. Según la mayoría de los especialistas, este modelo sólo se consigue mediante la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, por medio de instrumentos políticos que fomenten los procesos de cooperación y aportación en la toma de decisiones que les afectan. En caso contrario, la democracia se convierte en una mera fórmula matemática. No podemos conformarnos con entregar la parte alícuota de nuestra soberanía en los representantes, periódicamente elegidos por sufragio universal, convenientemente adulterado por el sistema electoral.

Afortunadamente, nuestro texto constitucional no excluye la participación directa en los asuntos públicos pero, según los intérpretes de la Constitución, que no son otros que los Magistrados del Tribunal Constitucional, prima la legitimidad de los representantes, libremente elegidos, durante su temporal mandato, sobre la permanente inquietud de muchos ciudadanos,  que piden ser tratados como adultos responsables y verdaderos titulares de la legitimidad democrática.

La democracia representativa ha labrado su irrelevancia política y ha conseguido la desafección de la mayoría de los ciudadanos que no están dispuestos a contemplar impasibles la degradación de las instituciones parlamentarias. El espectáculo que ofrece nuestro hemiciclo, es deprimente si lo comparamos con la vitalidad de las discusiones del Parlamento del Reino Unido. La esterilidad de cualquier confrontación de ideas, se pone de manifiesto cuando el portavoz  de los grupos pastorea a sus correligionarios, indicándoles, con el dedo en alto, el sentido de su voto. Se supone que se debe entrar en el hemiciclo con un criterio formado.

A pesar de los malos hábitos nuestro sistema deja espacios para una democracia deliberativa y participativa. El derecho a participar en los asuntos públicos, se supone que para influir en la toma de decisiones, ha quedado diluido ante el protagonismo descarado y omnipotente de los aparatos de los partidos políticos. Tenemos que llegar al artículo 125 de la Constitución para encontrarnos con una forma de participación directa en el ejercicio de la función de un Poder del Estado a través de la institución del jurado. El ciudadano asume la potestad de juzgar sin intermediarios que suplanten  o se interfieran en sus decisiones.

El Tribunal Constitucional en su reciente sentencia de 25 de Febrero de 2015, adoptada por unanimidad, declara inconstitucionales algunos artículos de de la Ley del Parlamento de Cataluña 10/2014 de 26 de Septiembre de 2014 que regula las consultas populares no referendarias y otras formas de participación ciudadana. Reconozco que puede resultar presuntuoso enfrentarse a una sentencia adoptada por unanimidad de los Magistrados que integran el Tribunal Constitucional, pero su lectura nos sume en la perplejidad.

El Gobierno de la nación que promueve el recurso de inconstitucionalidad por medio del Abogado del Estado, después de reconocer que la ley de consultas catalana no es referendaria, es decir no es vinculante para el Estado, la  impugna porque la considera contraria a las facultades exclusivas del Estado para convocar referéndums. Después de entrelazar una interminable y repetitiva cadena de argumentaciones, reconoce, no sin reticencias, que la Ley de Consultas catalana se ajusta a la Constitución, en términos generales, pero la acusa de incurrir en un fraude de ley constitucional al tratar de colar por esta vía un verdadero referendum vinculante.

Los abogados de la Generalitat, por el contrario, opinan que la Ley de Consultas es un instrumento de participación ciudadana  que se ajusta a un modelo de democracia participativa adoptada en el seno de la Unión Europea que se incluye en el libro Blanco sobre la gobernanza y las reformas introducidas por el Tratado de Lisboa e incorporadas al vigente Tratado de la Unión Europea.

La sentencia se evade de este planteamiento y da la callada por respuesta, pero es muy clara y rotunda al afirmar que los supuestos de participación directa “habrían de ser, en todo caso, excepcionales en un régimen de democracia representativa como el instaurado por nuestra Constitución, en el que priman los mecanismos de Democracia representativa sobre los de participación directa”. Para el Tribunal constitucional la democracia participativa es un tercer género que no es ni la democracia representativa ni la directa. Más o menos viene a decir que es una anomalía que altera la  regularidad democrática.

Pero lo más sorprendente viene más adelante cuando afirma y reconoce que el hecho de que la consulta catalana no sea vinculante “es de todo punto irrelevante, pues es obvio que el referendum no se define, frente a otras consultas populares por el carácter vinculante de su resultado” Podemos preguntarnos ingenuamente, entonces para que sirve un referendum. Siguen los juegos malabares al declarar que el cuerpo electoral no se confunde con el titular de la soberanía.

El centralismo soberanista llega al paroxismo, cuando afirma que ni siquiera las consultas municipales gozan de autonomía, porque es competencia del Estado establecer las bases del régimen jurídico de los Ayuntamientos.

Manteniéndose en la ambigüedad parece que autoriza las consultas generales pero el problema es que Cataluña concede el voto a los mayores de 16 años y los residentes extranjeros al igual que sucedió en Escocia de conformidad con los criterios emanados del Libro Blanco y del Tratado de Lisboa a los que no se da respuesta ni se desvirtúan sus previsiones.

Si la consulta catalana no tenía efectos vinculantes no entiendo en donde radica el fraude de ley. Si se hubiese celebrado, en ningún caso habría producido efectos políticos decisorios, salvo el no desdeñable logro de obtener una radiografía exacta de la voluntad de la sociedad catalana sobre su independencia.

Se ha frustrado una oportunidad política  y de paso se ha consagrado, por el máximo intérprete de la Constitución, la primacía indiscutible de la democracia representativa y vaciado de contenido la participación ciudadana en la vida política. En síntesis el mensaje es desalentador: “Ciudadano, las urnas te llaman, ¡vota y calla!” No te faltaran oportunidades para depositar tu sobre.

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