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¿Para cuándo un pacto feminista contra el machismo?

Un momento de la manifestación celebrada el 8 de marzo de 2017 en Madrid / Olmo Calvo

Octavio Salazar

Aunque a muchas y a muchos les haya sorprendido, a mí me ha parecido profundamente honesta la posición de Unidos Podemos con respecto al Pacto de Estado contra la violencia de género. Su abstención debería servir para poner en evidencia no su oposición a las medidas que el resto de grupos han apoyado sino la desconfianza hacia un instrumento que también en mi opinión deja mucho que desear. Más allá de las carencias concretas que se pueden detectar en el texto, muy especialmente la que supone excluir del mismo concepto de violencias machistas determinadas prácticas que provocan la subordinación de las mujeres, el mismo concepto de “pacto de Estado” se presta a una utilización perversa, lo cual, dado el panorama político que tenemos, no debería resultarnos nada extraño.

Es evidente que los Estados, cuando se enfrentan a determinados problemas que son estructurales y que generan consecuencias negativas y hasta dramáticas para la convivencia, necesitan articular un consenso político desde el que abordar ciertas cuestiones que, de entrada, deberían estar al margen del debate partidista. Algo, por otra parte, ciertamente ilusorio en unas democracias dominadas por partidos que suelen construir sus discursos y sus legitimidades más sobre la lógica del adversario que sobre dinámicas cooperativas.

Partiendo de esta obviedad, no es menos cierto que ante determinadas cuestiones alarmantes desde el punto de vista social (el terrorismo es el mejor y casi único ejemplo), los partidos políticos han logrado en nuestro país llegar a un “consenso de mínimos” que, no obstante, no ha estado desprovisto de polémicas. Ahora bien, cuando nos enfrentamos a un problema de raíces tan hondas en cualquier sociedad como es la violencia sobre las mujeres, me temo que los instrumentos que en otros casos pueden ser eficaces corren mayor riesgo de ser desdibujados en la práctica.

El peligro de que la lucha contra las violencias machistas quede desdibujada en un acuerdo como el firmado hace unos días es tan previsible como lo demuestra el hecho de que hayamos visto ponerse las medallas a políticos y a políticas de muy distinto signo, por no hablar de la utilización que del mismo hizo el mismo Rajoy el día de su declaración como testigo en la Audiencia Nacional. Es decir, mucho me temo que este aparente “gran pacto” quede en otro más de los muchos documentos que nuestros representantes alumbran y cuya eficacia puede ser ciertamente limitada. Y ello por varios razones. La principal es que firmar un Pacto contra la violencia de género parte de un presupuesto erróneo: el consenso debería haber sido no tanto contra dicha violencia sino contra el machismo que la genera. Y justo esa lucha es de la que menos reflejo encontramos en el Pacto.

Creo que no haría falta insistir a estas alturas, como bien lleva siglos analizando el feminismo, en que la causa de todas las violencias e injusticias que sufren las mujeres es la pervivencia de una estructura de poder, el patriarcado, que nos sigue colocando a nosotros en una posición privilegiada y a ellas en un lugar de subordiscriminación, como bien la califica la profesora Barrère. Por lo tanto, mientras que no ataquemos a esas raíces del problema, difícilmente vamos a acabar con la que es sin duda una de las más graves enfermedades de las democracias. De momento lo único que estamos haciendo es buscar tratamientos paliativos del dolor, alguna que otra medicina preventiva, pero no estamos incidiendo en cómo destruir las células que generan una patología tan dramática.

Además, la efectividad de buena parte de las medidas que se recogen en un Pacto, en el que por cierto el término machismo aparece en contadas ocasiones, requieren de un compromiso político mayor que la mera rúbrica de un documento digno de titulares. Exige, de entrada, un compromiso presupuestario que continúa siendo a todas luces insuficiente. Y lo es porque no se trata solo de aplicar presupuesto contra la violencia sino a favor de la igualdad. Un objetivo que en los últimos años hemos comprobado como ha sido absolutamente sacudido por las medidas de austeridad y por los mandatos neoliberales. Hasta que no tengamos claro que la mejor ley de igualdad, y por lo tanto contra la violencia, es la de Presupuestos, mucho me temo que seguiremos dando palos de ciego.

Pero es que, además de los recursos materiales y humanos que reclama la igualdad, y que no serían otros por cierto que los que reclama el maltrecho Estado Social que proclama el art. 1 CE, difícilmente cambiaremos las estructuras de poder que generan desigualdad y violencia mientras que el Estado, las instituciones, los poderes públicos y por supuesto la sociedad civil no tengamos clara una visión de conjunto que no puede ser otra que la que el feminismo ha articulado hace ya tiempo. Es decir, mientras que una agenda feminista, de verdad y no meramente decorativa, no sea la principal y central del Estado, la desigualdad seguirá provocando estragos y las mujeres continuarán siendo las más vulnerables.

Por eso, yo también me habría abstenido ante un Pacto que, además, puede llevar a que se cortocircuiten las demandas feministas: qué más queréis, me imagino diciendo a algún representante. Por todo ello, yo también me habría abstenido y habría seguido trabajando para que al fin en este país sea posible un Pacto feminista contra el machismo. Hasta que no lleguemos a ese horizonte, es más que probable que la igualdad de género continúe siendo la cenicienta de Estados que se llaman Sociales y democráticos de Derecho.

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