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Cazatalentos políticos

Pepu Hernández es el último nombre famoso que ha saltado a la política.

Joan Coscubiela

¿Qué tienen en común Pepu Hernández, Ruth Beitia, Míriam Nogueras, Santi Vidal y Gabriel Rufián?

Aparentemente no forman parte de ningún grupo homogéneo, ni por edad, ideología o procedencia. Pero eso es solo la apariencia, porque les une un vínculo muy potente.

Todas ellas son personas que han sido fichadas para la actividad política por los líderes respectivos (Pedro Sánchez, Pablo Casado, Carles Puigdemont o Oriol Junqueras), al margen de los mecanismos establecidos en las fuerzas políticas a las que representan.

En este sentido son una expresión más de la crisis de los partidos como instrumentos de intermediación social. Si alguna función ha sido indiscutible y monopolio de los partidos ha sido la selección y formación de sus dirigentes y representantes públicos. Me atrevo a decir que es la última tarea propia que conservan los partidos, aunque parece que por poco tiempo. Por el camino se han quedado entre otras -por renuncia- la función de intelectuales colectivos y -por impotencia- el gobierno de la sociedad a través de las instituciones públicas, hoy capturadas por el poder que los mercados financieros han adquirido en una economía y sociedad globalizada.

Por eso tiene tanta trascendencia que los partidos hayan decidido subcontratar a los medios de comunicación y a las redes sociales la función de cazatalentos de sus candidatos a representarles.

Por supuesto no dudo -no soy nadie para ello- de las capacidades de estas personas, que en algunos casos han destacado previamente en sus actividades profesionales y en otros han triunfado en las tertulias o brillado en las redes sociales.

Que nadie vea tampoco en estas consideraciones ningún llanto melancólico para con los partidos. Me encuentro entre los que creen, y así me he manifestado en muchas ocasiones, que en la sociedad, sus organizaciones sociales, entidades o empresas, existe mucho más potencial humano, profesional y político que entre las paredes cerradas de los partidos. Aunque solo sea por aquello de que la calidad también tiene que ver con la cantidad y el tamaño de la masa crítica entre la que seleccionar también importa.

Una buena prueba de ello es que hoy son alcaldesas de Madrid y Barcelona, dos mujeres que en su momento accedieron a esa responsabilidad sin formar parte de partidos políticos, que no es lo mismo que al margen de la fuerza de los partidos. Pero ese es otro cantar.

De todo, lo que me parece más trascendente es el papel jugado por los medios de comunicación y las redes sociales en esa función de seleccionar talentos para la política, porque hace evidente algunas de las características del momento en que vivimos.

Entre otras, la mutación de una sociedad de ciudadanos a una de clientes, en la que todo parece ser objeto de libre comercio, desde el cuerpo de las mujeres, hasta su capacidad de procrear y en algunos países incluso los órganos vitales de las personas. Es lo que nos lleva a hablar de “mercado político” o en otro orden de “mercado laboral” para describir algo que cuando yo estudié se llamaba relaciones laborales. El uso del lenguaje nunca es baladí.

En esta sociedad de clientes, la política parece haberse convertido en un producto más que se ofrece para consumo de la ciudadanía por los mismos canales que otros bienes o servicios. Y ello sucede incluso cuando se presenta con el seductor envoltorio de “empoderamiento” o de nuevas formas de hacer política. Hoy el activismo político, también el social, se puede consumir sin necesidad de establecer ningún vínculo estable con la comunidad política de referencia.

Quizás eso sea lo que explique la fuerza de los medios de comunicación y las redes en la creación de liderazgos mediáticos, que antaño requerían mucho tiempo en la bodega de la política. Aunque la contrapartida sea que se caen pronto de la estantería, especialmente los que no están construidos sobre proyectos sociales, sino sobre estados de ánimo. Es lo que tienen los tiempos líquidos, volátiles y acelerados que vivimos, con unos medios de comunicación que para sobrevivir en una jungla muy competitiva requieren siempre estar en el candelero y alimentarse de las últimas novedades, que consumen y devoran a un ritmo frenético.

Hoy ya disponemos de cierta perspectiva para valorar la utilidad de estos nuevos mecanismos en la selección de políticos. El caso de Santi Vidal y la reciente experiencia de Ruth Beitia como candidata -duró 15 días- del PP en Cantabria, entre otros, parecen darle la razón a Daniel Innerarity en su libro La política en tiempos de indignación. Todo apunta a que la ciudadanía ha llegado a la conclusión de que la política es la única actividad humana para la que no se precisa de cierta profesionalidad, de las habilidades que son propias de cualquier oficio. Eso, acompañado de la creencia dominante de que los políticos lo hacen todo mal en una sociedad en la que los ciudadanos lo hacen todo bien. La idea -un tanto maniquea pero hegemónica- de que todo lo malo de la sociedad está en los partidos y lo bueno en la sociedad es lo que parece orientar la nueva forma de selección de candidatos.

Quizás estemos asistiendo a uno de esos cambios de época en los que, con palabras de Gramsci, “El viejo mundo se muere y el nuevo tarda en aparecer”. Albergo pocas dudas de que los partidos políticos, tal como los hemos construido en la sociedad industrialista y el estado nación, se están extinguiendo y que el futuro nos deparará formas de organización social y política que nada tendrán que ver con el viejo “fordismo-taylorismo” que ha marcado la sociedad durante el siglo XX. Intuyo que los cambios tecnológicos que hoy están provocando grandes mutaciones van a propiciar el nacimiento de otras formas de organización social y política más acordes con la economía digital y la sociedad que le acompaña. Pero, de momento, no me parece ver en el horizonte una alternativa sólida. Incluso me atrevo a apuntar que esta búsqueda de atajos para reforzar la calidad de la política y fortalecer la democracia está provocando algunos efectos colaterales que van en la dirección contraria, menos y peor democracia.

Hoy ya disponemos de algunos indicios de que los importantes déficits democráticos de los partidos pueden ser superados por la formula del “no partido” o del partido líquido, cuando no gaseoso. Las organizaciones políticas, con todos sus impurezas y miserias humanas, disponen de ciertas reglas de funcionamiento, contrapesos y contrapoderes que las hacen menos vulnerables que otras formas políticas gobernadas a través de las redes y con dirigentes seleccionados por los nuevos cazatalentos de los medios de comunicación.

Lo que debían ser mecanismos para un debate más democrático, para una mayor horizontalidad en las relaciones de la comunidad política están siendo utilizados para evitar los debates colectivos y para disciplinar a sus componentes en la obediencia a los liderazgos construidos en los medios. Algunos grupos de Telegram son más eficaces en la función de jerarquizar e imponer disciplina al servicio del líder que el más autoritario de los partidos políticos.

En estos momentos de desconcierto quizás sirva volver a las enseñanzas de los que han vivido otros momentos de cambio de época. Y recordar aquello de Gramsci de que “las ideas no viven sin organización”. Llámenme clásico, pero recuerden que las grandes preguntas, los grandes retos de la humanidad, se mantienen vivos y resurgen, cuando ya se les daba por enterrados.

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